–¿Quién es?
–Soy de la minera. Ya debe haber sabido de nosotros...
El dueño de casa asiente, claro que lo sabe. Apaga el televisor y abre la puerta.
–Asiento. ¿Quiere algo? ¿Un vaso de agua?
–No, gracias. Muy amable. Bueno... usted sabe por qué estoy aquí.
–Lo sé.
–Igual se lo tengo que informar por protocolo. No es ningún secreto que hemos encontrado mucho cobre en esta zona. Y buena parte de ese mineral está bajo su jardín.
El dueño de casa mira, por acto reflejo, hacia su ventana.
–Bonito subibaja.
–Allí juegan mis nietos.
–¿Lo puso usted?
–Lo puso mi padre. Yo también jugaba allí.
El hombre de la minera carraspea incómodo. El dueño de casa toma al toro por las astas.
–Entonces, necesitan que me mude.
–No..., no completamente. El cobre está en su jardín. Pero lo más probable es que también necesitemos parte de su cocina como zona de desmonte.
–O sea que igual podría vivir aquí.
–Sí.
–¿Y cómo sé que no van a destrozar lo que me queda? ¿Cómo me garantizan que no me llenarán de polvo o que mi agua no se va a contaminar?
–Bueno, toda actividad humana genera impactos. Hasta la más pequeña. Pero tenemos un estudio de impacto ambiental que debería minimizar sus preocupaciones. Somos representantes de una nueva minería y tenemos tecnología que hace treinta años era impensable. Aquí tiene el informe, aprobado por el Estado.
–¿Y este informe fue pagado por...?
–Por nosotros.
Se hace un silencio.
–Le vamos a reconocer un buen precio, ¿sabe?
El dueño de casa sigue mirando al vacío.
–¿Sabía que por cada punto de PBI que crecemos, 72 mil jóvenes que salen al mercado pueden tener trabajo? Con este proyecto aseguraremos eso cada año.
El dueño de casa se rasca un codo.
–Antes de que viniera estaba viendo una película.
–¿Ah, sí?
–“Gigante”, con James Dean y Elizabeth Taylor. ¿La vio usted?
–No, la verdad que no.
–James Dean trabaja en el rancho de la Taylor y se enamora de ella. Pero sabe que es un amor imposible y se larga. Luego compra un terreno y a que no sabe... ¡encuentra petróleo en su tierra! El tipo se hace millonario.
El hombre de la minera asiente, lo mira con pena.
–Usted sabe que aquí es distinto. ¿Qué más quisiera yo que cambiaran las leyes? A ambos nos conviene ser socios en lugar de adversarios. Pero el cobre bajo su jardín no es suyo, le pertenece a 30 millones de compatriotas. No podemos hacer nada.
El dueño de casa se vuelve a rascar el codo.
–Pues mis 30 millones de compatriotas se pueden ir a la mierda. Yo soy el que vive aquí.
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