No ha transcurrido un mes desde que se inició el conflicto entre Israel y Palestina y ya hay más de 400 niños muertos y más de 2.500 heridos. Según informe de las Naciones Unidas, en un territorio que mide 45 kilómetros de largo y entre 6 y 14 de ancho (por eso lo de franja), prácticamente no hay familia que no haya sido marcada directamente por la violencia de los bombardeos. Los que no han perdido un familiar han sufrido amputaciones, los que no han visto destruidas sus casas han visto desplomarse sus escuelas. Los servicios básicos no existen y no hay más que mirar las imparables imágenes que llegan de la zona para saber que Gaza es la nueva sede del infierno.
El ser humano a lo largo de su existencia ha desarrollado, y perfeccionado, distintas formas de violencia: las guerras, los bombardeos a población civil, el asesinato de niños son, sin duda, una de las manifestaciones más abominables de nuestra capacidad de destrucción. Disfrazada de excusas como “derecho a la defensa”, “ataque disuasivo” “guerra en nombre del Señor”, “defensa del territorio”, la historia de nuestro país y la del mundo nos ofrece miles de razones para justificar el aniquilamiento entre seres humanos. Lo de Gaza es, definitivamente, un espectáculo dantesco de lo que la brutalidad humana es capaz de hacer y de lo que el resto del mundo se está acostumbrando a tolerar.
Sin embargo, desde que se desató el conflicto a comienzos de julio hemos asistido a otro tipo de bombardeo violento que parece no tener tregua: fotos de niños muertos, heridos, mutilados y agonizantes aparecen en las redes sociales en cualquier momento. Acompañadas de frases como “mira lo que está pasando”, “no seas indiferente” o “abre los ojos”, cualquiera se siente con derecho de colgar imágenes terribles, perturbadoras, irrespetuosas para con esos niños, para con sus familias y para con quienes las recibimos sin haberlas pedido.
Lo triste es que, contrario a lo que intentan denunciar, creo que ese “llamado de conciencia” no es más que otra manifestación del mismo germen brutal de la violencia que nos acompaña como especie. Detrás de esa foto de un bebe partido en dos está agazapado el morbo del que se regodea con la muerte ajena. Detrás de la imagen de la niña mutilada está la agresividad del que quiere sangre. Detrás de esa lluvia de estampas perturbadoras está esa necesidad, que tanto le reprochamos a los medios de comunicación, de convertir a la víctima en una herramienta para llamar la atención.
Los niños de Gaza están muertos y me basta con ver a mi hijo, para imaginarme lo insoportable que sería encontrarlo herido. Los niños de Gaza están muertos y no se merecen que los lancen como misiles en las redes sociales, hasta convertirlos en una imagen más a la que nos terminaremos acostumbrando. Los niños de Gaza están muertos y por más corta que haya sido su vida no tenemos derecho a perennizar su existencia con una imagen aberrante. No tenemos derecho a exhibirlos para probar un punto de vista. Simplemente no tenemos derecho.