Cuando el guionista estadounidense Larry David propuso hacer un sitcom sobre “nada”, muchos dudaron de su éxito. “Seinfeld” –recordada y aclamada serie– fue precisamente eso: la (ficticia) vida cotidiana del comediante Jerry Seinfeld y tres amigos suyos, individuos promedio en el Nueva York de los noventa, sumidos en una cotidianeidad de tragicomedias minúsculas que entretienen sin trascendencia. La cadencia de los sucesos se caracterizó por la repetición irónica y ridícula de los automatismos de los personajes, en franca evocación al agobio de nuestro mandatario.
Es que el presidente Ollanta Humala, en su gobierno, ha replicado inadvertidamente el ‘leitmotiv’ vacuo de la referida comedia. Desde el inicio, su estilo gubernativo careció de capacidad de iniciativa en la agenda pública y se limitó a reacciones improvisadas (“Conga va”). Perdió ambición muy pronto (y oxígeno también). Su discurso reformista fue languideciendo conforme avanzaba el calendario. La reforma del servicio civil perdió continuidad y la del sector salud pereció empantanada frente a la oposición gremial.
La volatilidad ministerial –promovida por la falta de planificación en el Ejecutivo– fue socavando la organicidad de las políticas públicas. El uso y abuso del recambio de puestos hizo realidad el sueño del fajín propio. Nunca en el Perú ser ministro fue tan fácil. La devaluación del cargo sectorial terminó por corroer al otrora poder tecnocrático, aislado de todo referente político. Con la reversión de la ‘ley pulpín’ se cortó una racha: un Parlamento desprestigiado le ganó a las vencidas al MEF, por primera vez, desde la instauración del sentido común neoliberal. Así, rápidamente se abandonó toda promesa de “gran transformación”.
Hasta el piloto automático ha resultado vertiginoso para Humala. Sin partido serio ni fundamentos ideológicos, el nacionalismo se develó como un proyecto personalista. En el camino fue perdiendo escuderos y aliados, y casi nunca sumó un socio nuevo. El apoyo de Vargas Llosa ha sido ficcional. La pareja ha sumado más pérdidas que ganancias: disipó su mayoría legislativa, su contacto con el ciudadano del interior movilizado y su simpatía entre los progresistas. El sector empresarial nunca le tuvo genuina confianza, a pesar de su disciplina militar frente al modelo. Los medios de comunicación se convirtieron en su principal oposición. De este modo, al presidente solo le restó ser el sujeto pasivo del azar y del infortunio, deambulando entre correlaciones de fuerza que no controla, no distingue, no imagina. Ni ‘virtù’ ni fortuna.
La administración de la coyuntura política se convirtió en rutina de gags predecibles: el discurso anti-establishment desde el propio establishment. Los días y los hechos se tornaron escenas iteradas. El aprismo, el fujimorismo y la “concentración”, en villanos.Los protagonistas, sin embargo, se asemejan más a personajes secundarios que a héroes. La historia quedó reducida a la anécdota. Para el peruano de a pie –pregúntese usted mismo– no pasó nada desde el 28 de julio del 2011; insinuando en versión dramedia, al estilo “Seinfeld”, la oportunidad perdida. Entramos al último año de su mandato y es la hora de balances. Que no solo lo hagan los opinólogos, sino usted mismo, lector: ¿es el Perú 2015 un mejor país que el que recibió Ollanta Humala en el 2011?