Javier Barreda
Javier Barreda
Carlos Meléndez

¿Cuándo un gobierno “puede” discutir el aumento del salario mínimo? ¿Cómo logra que los censores opinológicos de la economía nacional le den el “Go!”? ¿Cuáles son los “criterios técnicos” para que una discusión relevante no sea catalogada de “populista”? La polémica que ha generado el anuncio del presidente de “evaluar” –imagínese si lo hubiese decretado– el incremento de la (RMV) ha indignado a nuestra tecnocracia de ‘think tank’. Este Diario incluso que se trata de una artimaña, una “herramienta manida […] una vieja confiable” para recuperar la alicaída popularidad presidencial. La reacción en bloque, colérica, hiperideologizada de los opinantes del establishment peruano, solo delata que siguen siendo una vieja clase desconfiada de cualquier medida que reivindique una demanda popular.

Los argumentos en contra de la evaluación del salario mínimo –con los cuales puedo concordar– son exclusivamente técnicos. El enfoque es el fallido: el sambenito de la evidencia empírica pretendiendo imponerse sobre las ideas. He ahí precisamente el fracaso de nuestros “tecnócratas de lujo”: no se percatan de que el trabajo (y el reconocimiento de su valor) es un derecho social que ha despertado las más grandes luchas populares de la democracia moderna. Hay asuntos que quizás pueden abordarse primordialmente bajo un enfoque técnico –el lanzamiento de una nueva app para destrabar trámites burocráticos, por ejemplo–, pero no es el caso del salario mínimo. Insistir en aquello solo deslegitima un derecho fundamental.

Cuando hablamos de derechos –como el valor del trabajo– se requiere una discusión política, además de técnica. Ello no supone “populismo” (“Semana Económica” dixit), pues la política –como arte de lo posible– implica hacer viable el reconocimiento del valor del trabajo a partir de consideraciones técnicas. Algo que saben hacer bien ‘tecnopols’ en cualquier parte del mundo, pero que lamentablemente, en el Perú, parecen no existir. La contumacia tecnocrática se repite: desde la ‘ley pulpín’ hasta la reciente iniciativa legislativa de experiencia formativa sin remuneración. Todas estas propuestas de regulaciones fracasan por el mismo error: indicadores económicos eficientes, ausencia de ponderación política. El tecnicismo como única razón solo devela desprecio por la fuerza laboral.

El trabajo como política pública queda postergado porque el debate cae en extremos. Por un lado tenemos andamiajes sindicales que son piezas de un museo olvidado. La CGTP ha quedado reducida a un club de “intelectuales orgánicos” de plaza detenidos en la década de 1980. No tienen ideas, solo arengas ‘vintage’. En el otro polo ideológico, hipertrofiados de ideas, el radicalismo libertario sugiere que el salario de los trabajadores sea definido por la sabiduría del mercado. Este Diario editorializó: “Si el Estado por lo general no debe ni puede establecer el precio de los bienes y servicios en una economía, ¿por qué suponer que para aumentos en la RMV debería ser distinto?”. ‘Really?’.

Así, si bien el populismo puede ser “la vieja confiable” de torpes gobernantes como Kuczynski, acusar de “populista” a políticas de protección de un derecho fundamental –como el trabajo– es la clásica reacción de una vieja y desconfiada élite limeña.