Un contacto de WhatsApp se despidió ayer de mí diciendo que me enviaba “un silencio”.
Si bien lo atribuí a un error de su teclado –seguramente quiso enviarme “un saludo”– decidí quedarme con el significado enorme de la frase porque, haya sido o no a propósito, enviar silencio en estos días es desear un bálsamo.
La epifanía que precede a esta conclusión me ocurrió cuando tomé un tren en Londres hace unos años. Aprovechaba el Wi-Fi del vagón para revisar mis mensajes cuando decidí abrir un video sin ponerme audífonos. Lo que ocurrió después aún me sonroja: del otro lado del pasillo, un señor algo mayor me lanzó un ¡Shhhhhh! enérgico con la mirada de una fiera.
Cerré el video con torpeza, imagino que con la expresión de un perro apaleado. La vergüenza me acompañó durante muchos kilómetros y aquello me llevó a recordar una ocasión lejana en que tuve una entrevista con el gerente general de una corporación financiera en Lima. La cita había sido pactada en la sede central. La enorme torre, diseñada por un arquitecto de fama mundial, bullía vigorosa en su primer piso y, entre la música de la agencia bancaria de la entrada, las conversaciones de los oficinistas, los pasos de los visitantes y el rumor de los autos de la calle, atravesé una atmósfera ruidosa que en ese instante me pasó inadvertida. El ascensor fue un limbo silencioso al que tampoco presté atención: uno da por hecho la ausencia de ruido en toda caja cerrada. Lo impresionante ocurrió cuando el ascensor me depositó en el último piso. No me impactó ni el techo altísimo que se elevaba sobre la silueta de Lima, ni el mobiliario minimalista en toda aquella magnitud: lo hizo el silencio que allí reinaba, propinándome una bofetada de tranquilidad.
¡Qué diferencia de decibeles con la planta baja!
Entendí, entonces, que el silencio es uno de los lujos que el dinero compra. Cuando un millonario adquiere un avión privado, compra el silencio que viene con la privacidad. Y cuando ese mismo millonario se hace construir una oficina como la que visité, lo que se fabrica es un santuario que lo aleje del rugido de la muchedumbre. Debemos admitirlo: en toda ciudad de gente apiñada, el metro cuadrado más caro es el que está destinado al vacío.
Desconozco si el decibelímetro es un instrumento que se usa para constatar la calidad de vida de las ciudades, pero debiera: dime qué tan ruidosa es tu ciudad y te diré qué nivel de desarrollo ha alcanzado. El señor que me hizo callar en esa estación de Londres no era ningún millonario, pero protegía su derecho a vivir en una ciudad que democratiza el acceso al bienestar. En ciudades como Lima nos vale un pito imponerle nuestro ruido al resto: nos falta entender que la suma de un claxon al vuelo, más un taladro en una hora inadecuada, más un grito de una ventana a otra, más el escape descompuesto de un auto, más nuestros teléfonos timbrando, más todos los etcéteras, son teclas incordiosas que tocamos, tejiendo una atmósfera que nos eriza sin darnos cuenta: una sinfonía monstruosa de la que descansaríamos si todos nos calláramos a la vez, como en aquel vagón donde me regañaron.