Hace dos semanas estuve en el norte del país y me detuve en la puerta de una universidad de reciente formación. Como por esos días la discusión sobre la nueva Ley Universitaria estaba en su mayor fragor, se me ocurrió hacer un experimento: le pregunté a varios de esos chicos que entraban y salían quién era el presidente de su región. De diez universitarios a los que abordé con cara de turista curioso, siete pusieron cara de azoramiento. Sencillamente, no lo sabían.
Los expertos que viven de tomarle el pulso a lo que ocurre en nuestro país nos dicen que la mayoría de jóvenes prefiere desentenderse de la política. Pero créame que constatarlo cara a cara, con universitarios que viven en una ciudad “floreciente”, produce pavor y hasta cólera, porque lo que vi en esos rostros no era el desencanto de la política, sino el balbuceo de la estupidez que deja un sistema educativo perverso. Es el mismo rostro que veo cuando, a veces, universitarios veinteañeros llegan a mi casa a entrevistarme porque se lo dejaron de tarea (así lo dicen, como si vinieran del colegio) y tartamudean y leen sí-la-ba por sí-la-ba las pre-gun-tas de un papelito sudado. Los trato con paciencia, les pongo mi mejor cara y los despido con una sonrisa indulgente porque sé que no tienen toda la culpa: ellos y sus padres han caído en esa estafa refrendada por nuestro Estado según la cual un diploma universitario expedido en el Perú es la principal llave para ser alguien en la vida. Porque no me van a decir que esos títulos “a nombre de la Nación” no son la mejor prueba de ese aval de la mediocridad.
A menos que usted sea un universitario peruano que no procesa bien lo que lee, ya debe quedarle clara mi posición con respecto a si nuestra educación universitaria necesita o no una reforma. Si la sapiencia que muestran los egresados de esas universidades privadas formadas en los últimos veinte años no le preocupa, pues sí debería inquietarle que nuestra más prestigiosa universidad privada ocupe el puesto 30 en el ránking QS de América Latina.
Sobre las mejoras que puedan hacerse a la reciente Ley Universitaria no debería opinar alguien como yo, porque no estoy calificado. Pero, si me lo permiten, quizá pueda hacer notar que con tanta discusión sobre esta ley estamos dejando de lado dos temas más importantes. El primero: que nuestros males universitarios son el resultado de un problema mayor. Mientras el Estado no invierta en la primera infancia y en la educación básica, a la edad universitaria llegarán jóvenes –y catedráticos– con taras prácticamente irremediables. Y lo segundo: son necesarias las acciones más audaces y los más grandes altavoces para quitarle a la educación universitaria esa aura de éxito exagerado que ostenta aquí y poner a ese mismo nivel los beneficios de una buena educación técnica, que es lo que más necesita un país con nuestras características. Porque siempre será mejor un país lleno de buenos técnicos que de universitarios mediocres.
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