Mario Ghibellini

El Perú no es más un país de “desconcertadas gentes”, como quería Piérola. Tras el alejamiento del profesor de la dirección técnica del seleccionado nacional nos hemos convertido, más bien, en una comunidad de desconcertados Cuevitas. Nos sentimos, en efecto, huérfanos y descorazonados, con la sensación de que no hay esfuerzo capaz de convertir el gris presente en un futuro en el que asome trazo de color alguno.

Si todos nos conmovimos con el abrazo que el 10 de la rojiblanca le dio al entrenador argentino tras su gol a Venezuela fue porque, en el fondo, todos sentimos que ese abrazo nos expresaba. Siete años atrás, Gareca se había hecho cargo de una situación caótica y había introducido en ella orden y sentido, ahuyentando así la desesperanza que los hinchas tenían asumida hacía décadas como un destino del que no había escapatoria. Y lo que originalmente les pasó a los apasionados por la suerte de nuestro equipo de fútbol acabó contagiándonos a todos. Por eso la circunstancia de que, después de una penosa primera etapa del proceso clasificatorio a Qatar 2022, la selección diera signos de haber recuperado el norte encendió otra vez la ilusión de que no éramos un caso perdido y renovó nuestro agradecimiento al ‘Tigre’ de una forma que la eliminación final en el partido contra Australia no logró empañar. Y ahora, de pronto, esa ilusión se ha desvanecido.


–El pétalo de una risa–

La desgracia con la que nos confronta la noticia que comentamos es múltiple, pues a nadie se le ocurre que las ondas expansivas de este episodio puedan quedarse encerradas en el ámbito deportivo. Durante las mismas décadas en que nos tocó contemplar las malhadadas performances de la escuadra nacional en la cancha, los peruanos hemos observado, con igual desazón, la actuación de nuestros políticos en el Ejecutivo y el Legislativo. Y era inevitable que la esperanza que un día surgió en el primero de esos territorios provocara algunos ecos en el segundo. La partida del profesor Gareca, en consecuencia, tiene algo de diagnóstico sobre la situación del país.

Su decisión puede haber estado motivada por las torpezas del equipo negociador que fue a buscarlo a Buenos Aires (lo que ya nos dice algo sobre el alma patria), pero la sensación general es que terminó de convencerse de que hay en la perpetua manifestación de miserias en nuestra presunta clase dirigente algo irremontable. Y, claro, entre el único presidente que ha enfrentado durante su mandato, el premier alunado en sus delirios cotidianos y el Congreso incapaz de ponerse de acuerdo en cualquier iniciativa que no esté diseñada para tirarse abajo alguna o el transporte, ¿a qué otra conclusión podía llegar? Es como si el entrenador porteño se hubiera cansado de repetir aquello de “pensá” en esta tierra extraña y hubiera resuelto que, si ha de aguantar a gobernantes ineptos, por lo menos que sean los suyos (porque en Argentina, como se sabe, tienen su propio ‘dream team’ de la trapaza oficial).

Quizás fueran solo ideas nuestras, pero los peruanos le habíamos atribuido a Gareca la condición de ser la última hilacha de la que pendía la esperanza de que –sin importar lo mal que lucieran las cosas en el presente y con solo un par de nociones claras y perseverancia– la situación podía ser revertida en un brumoso porvenir. En el fútbol para empezar, pero, por analogía, tal vez también en esa otra cancha de la que venimos hablando.

Ahora esa hilacha se ha roto y tenemos que asumir que los ministros franeleros que creen que su función es clamar que a la primera dama no se la puede tocar ni con el pétalo de una risa, o que sostienen que lo que la Dirin hizo con Villaverde no fue un reglaje sino una no son un mal pasajero. El presidente Castillo podrá cambiarlos en 28 de julio o mañana mismo, pero pondrá en su lugar a otros igual de lambiscones, cuando no incompetentes o requisitoriados.

Y ni qué decir del Legislativo, donde las bancadas que simulan ser de oposición y estar preocupadas por la preservación de lo que queda de institucionalidad en el país no parecen tener el más mínimo interés de buscar a un candidato o candidata a la presidencia de la Mesa Directiva que garantice una gestión razonable en la eventualidad de que las riendas del Ejecutivo caigan en sus manos por motivos que no hace falta detallar. La impresión que tenemos en esta pequeña columna, y que probablemente compartan muchos de sus lectores, es que unas elecciones generales adelantadas nos llevarían de regreso a este trance ingrato o a otro muy parecido.


–Ruleta congoleña–

La acrobacia conocida como “el salto del tigre” figura en esa lista de hazañas eróticas improbables que conforman también “la ruleta congoleña” o “la batidora mortal con fuga de conejo”. Suertes llamadas a provocar risa antes que lances amatorios suicidas. En este caso, sin embargo, despojada de toda connotación picaresca, sirve para dar nombre a la triste circunstancia de que perdemos a un profesor que apreciábamos para quedarnos con otro de características más bien indeseables. Lo vamos a extrañar, maestro.

Mario Ghibellini es periodista

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