(Ilustración: Mónica González)
(Ilustración: Mónica González)
Mario Ghibellini

Pedro Pablo Kuczynski ha supuesto un cambio en la política nacional. Hasta ahora, los peruanos estábamos acostumbrados a que quienes hacían las mejores campañas fueran después los peores presidentes, pero con él por fin obtuvimos coherencia: hizo una pésima campaña y en su gobierno nos ofreció ese mismo estándar de calidad. 

Las circunstancias que han precipitado su renuncia fueron desde luego vergonzosas, pero no debemos dejarnos aturdir por esa imagen final. Porque si no, cuando el tiempo y las eventuales miserias de quienes lo sucedan en el poder tiendan a borrar el recuerdo de las suyas, nos van a venir otra vez con el cuento del gobernante ‘de lujo’ al que solo la envidia y mezquindad de sus enemigos le impidieron cambiar al Perú. Una paparruchada que no resiste el contraste con los hechos. 

Esferas de inacción 

Entendámonos bien: la envidia y la mezquindad, sin duda, han existido, pero estuvieron allí por añadidura. PPK nunca necesitó de ellas para enredarse en esa especie de necio alcatraz en el que acabó sancochado por propia mano. Y la hoguera en la que ardió no fue otra que la de su vanidad. 

Primero, es literalmente increíble que, antes de empezar la campaña, no fuera consciente de que, cuando era ministro de Toledo, había incurrido en un conflicto de interés que le dificultaría llevar del 2016 en adelante un gobierno sin cuestionamientos. Con esa sola certeza, lo razonable habría sido abstenerse de postular. Pero, aparentemente, la posible gratificación de llegar a ser presidente pudo más y echó para adelante. 

Ya acomodado en el poder, además, cuando se hizo evidente que sus pasados vínculos con Odebrecht iban efectivamente a suponer un problema para la gobernabilidad, en lugar de intentar un control de daños, optó por negarlos, permitiendo así que algunos de sus más leales colaboradores, que creyeron en su palabra y lo defendieron a capa y espada, quedaran desplumados ante la opinión pública al conocerse la verdad. Solo el entonces ministro del Interior, Carlos Basombrío, sin embargo, tuvo en ese momento la presencia de ánimo de tirarle el fajín por la cabeza (Nieto y Del Solar, solo renunciaron después del indulto a Fujimori). 

Lo más grave, no obstante, ha sido la inoperancia de su gobierno. Salvo algunas gestiones personalísimas y esforzadas en ciertos despachos, la administración que Kuczynski encabezó no cambió nada. El afán de reforma le duró lo que las sesiones de ejercicios antes de los Consejos de ministros. Y así, como si hubiera vacado antes de que opositor alguno empezara a hablar de vacancias, nada importante ocurrió en un año y ocho meses en el terreno laboral, nada en el de la salud y nada en el de la justicia, por mencionar solo tres esferas de acción en las que habría sido deseable que el gobierno tomara alguna. 

Tal ausencia de pulso reformador, empero, no le impidió a PPK llenarse la boca con expresiones grandilocuentes como ‘revolución social’ o ‘reconstrucción con cambios’, aumentando las expectativas de los necesitados y, consecuentemente, su posterior frustración. 

Fue el suyo, en suma, un ejercicio de gobierno calamitoso, que no justificaba la calificación de ‘incapacidad moral permanente’ con la que se lo quiso vacar, pero cuyas características hay que dejar anotadas desde ahora. No vaya a ser que, al someter sus chamuscados restos políticos al carbono 14, los arqueólogos del futuro lleguen a la equivocada conclusión de que se quemó por otra cosa. 

Esta columna fue publicada el 24 de marzo del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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