Los espectadores somos abusivos con las estrellas: las idolatramos o destruimos de un plumazo. Resumimos su amplísima carrera en un par de películas o series que no dan cuenta de todo su talento. O nos dejamos llevar por la impresión de una escena que vimos en malas circunstancias. Y decimos “no me cae”, comprometiendo todas sus apariciones futuras.
Admito que he sido abusivo con Robin Williams. Tuve un primer acercamiento a él a través de “Mork & Mindy”, la serie del E.T. que cae en el departamento de una chica. Creí que la ingenuidad espasmódica, la pazguatería biónica, los pucheros mecánicos, eran tics de un actor que no tenía mucho más que ofrecer.
Y cuando lo vi en la pantalla grande sumar esos tics a otros, o atenuarlos si el personaje lo demandaba, me reconcilié con él. En el “Popeye” de Altman, le perdoné todo. Pero nunca fue santo de mi devoción, porque me distrajo con sus inevitables tics en la que quizá sea su mejor película: “La sociedad de los poetas muertos”. Y no me entusiasmó que le dieran un Óscar por “Good Will Hunting”.
Su histrionismo desaforado me pareció más presto para la comedia descocada y travestida, como “Mrs. Doubtfire”.
Esos pucheros que te llevan a una situación ambigua entre el límite y el llanto no iban conmigo, pero sí con su versión de “Patch Adams”, el doctor bola roja. Una excepción dignísima a todo lo que digo es la “Insomnia” de Nolan, con Al Pacino.
El último tramo de su filmografía es deleznable. El cine lo hizo estrella y, en el intento, nos ocultó su personalidad de comediante pródigo con los demás pero atormentado. Me encantaría ver un gran ‘biopic’ sobre Williams.