La política es siempre un relato. No solo porque acontece en el tiempo, sino porque los candidatos se preocupan por encarnar sus historias de ambición o de entrega, de continuidad o de cambio, de reivindicación o revancha.
Subrayar las narrativas políticas no es un nuevo enfoque teórico porque, desde las épicas trasmitidas oralmente por los primeros pueblos, siempre estuvieron allí para desentrañarlas. Es, simplemente, un sinceramiento que obliga, allí donde nos aburríamos con descripciones de ‘procesos históricos’, a analizarlos como los animados cuentos que son.
Las ciencias sociales, además, se actualización ante la mediatización de la política. La presencia de los líderes en la pantalla los homologa con los códigos de espectacularidad que encumbran a la farándula. Por lo tanto, disponemos de muchas herramientas para seguir y medir el impacto y el ráting de los relatos del poder.
A los estrategas o marketeros ya no les cuesta mucho convencer al candidato de que el electorado está tan familiarizado con los relatos que consume en la tele, el cine o la Internet; que quiere ver la campaña como un relato más, que sabe cuáles son sus ‘datelines’ –el 10 de abril del 2016 en primera vuelta y un indeterminado domingo de junio en segunda vuelta-y espera ser entretenido in crescendo. Por eso, la familia, la hoja de vida, el pasado, todo cuenta para ser sobreexpuesto en la campaña.
Los cuentos de los candidatos compiten y unos se siguen con más entusiasmo que otros, porque tienen estupendos ingredientes o están excelentemente contados. La mejor historia no gana necesariamente las elecciones, pero que esté bien contada puede ayudarla a triunfar.
En 1990, el relato de Mario Vargas Llosa, el literato de fama mundial que pretendía inyectarnos un shock liberal desde la élite y la alta cultura, era buenísimo; pero perdió ante el de Alberto Fujimori, el desconocido japonesito calculador que encarnaba un enigma, una ecuación sin resolver.
En el 2001, la historia de Toledo, el ‘cholo de Cabana’ que hizo su crossover de ida y vuelta desde la gran potencia, era extraordinaria. No podía perder. Le ganó al cuento de Alan García que pedía una segunda oportunidad desde el profundo descrédito de su primer gobierno. El desenlace del cuento alanista se suspendió hasta el 2006, cuando García ganó a Humala.
¿Cuál fue el cuento de Ollanta? La épica tardía de un militar de rango medio que se sublevó a Fujimori, que se plegó al chavismo y ahora, por fin, salía de él. No era un gran relato, y una vez en el poder, fue cambiado por otro (ese será otro post). El de Keiko era mejor relato, pero estaba mal contado y asustó a más de la mitad del país.
EL CUENTO DE KEIKO:
Esta vez, Keiko sí es consciente que tiene un gran relato que contar. Es un melodrama con un gran dilema: hija de padre ex presidente encarcelado, duda entre afirmar el estilo político populista del patriarca que se anotó triunfos en lucha contra el terrorismo y la estabilización macroeconómica; o abjurar de su nefasta herencia autoritaria y corrupta. Reivindicarlo o enterrarlo. O redimirlo, que suena mejor y añade un sentido religioso en este país católico.
En el 2011, Keiko vivía temerosa su relato. No se atrevía a decir a voz en cuello que padecía un dramático dilema. Probablemente, porque la herencia del padre la aplastaba tanto que impedía que la disociáramos de él, ni siquiera como un ejercicio especulativo. El cuento puedes vivirlo sin asumir que lo quieres contar.
Pero ahora en el 2016, con partido propio (Fuerza Popular), entorno propio y estrategia meditada; sí lo asume y se ha animado a contar su historia de hija atribulada, administrándola con dosis progresivas, creando intriga y proveyéndonos de pequeños ‘plot points’ (giros dramáticos). Un buen relato de campaña es como una serie de TV: la gente debe hablar de él con la misma curiosidad y familiaridad –y más pasión pues se juega el futuro del país- con el que habla del final de temporada de “Al fondo hay sitio”.
Un ejemplo de que Keiko está dramatizando conscientemente su historia fue la ‘evaluación’ de los congresistas de la vieja guardia. Primero habló vagamente de ‘renovación’; luego, más explícitamente, de ‘caras nuevas’; dejó correr apuestas sobre qué cabezas rodarían; y finalmente, cortó las de Martha Chávez (‘bruja mayor’ en este cuento), Luisa María Cuculiza y Alejandro Aguinaga; motivando mucha habladuría sobre la dinastía Fujimori.
Quedó Luz Salgado como una reminiscencia de ese pasado con el que es tan difícil, sino inútil, romper. Y, como no podemos olvidar que aquí hay un melodrama con visos esperpénticos, quedó Kenji en el puesto 3 de la lista por Lima, recordando a su hermana que el padre vive y patalea a través de él.
Por simple ley de progresión dramática (a medida que se acerca el final, todo se intensifica), el cuento se va a poner más entretenido. Cuando pasemos al último tramo, o sea a la segunda vuelta; Keiko será más dramática al verbalizar su dilema.
Si primero dijo que en el gobierno de su padre se cometieron ‘errores’ y luego ‘graves delitos de corrupción’, es probable que llegue a describir algunos de esos delitos, que se los adscriba directamente al viejo, y admita la vergüenza y sentimiento de culpa que le provocan. El monólogo en close up de la hija avergonzada que quiere lavar su apellido en la acción de gobierno; visto en un spot o en una entrevista; será un momento crucial en este cuento.
Por supuesto, lo que se espera no es necesariamente lo que va a ocurrir. Esto no es una película escrita por guionistas. Aquí hay una negociación entre lo calculado y lo imprevisto, lo actuado y lo espontáneo. Pero eso no le quita valor de entretenimiento a la historia: a la gente le divierte descubrir, como en un reality de competencia juvenil, qué es verdad y qué es ‘armani’.
Por ejemplo, no sé si la carta que difundió Alberto Fujimori reclamando por el maltrato a la vieja guardia, fue coordinada con Keiko. Probablemente no y fue un enfrentamiento imprevisto que añadió dramatismo al que estaba previsto al decidirse a evaluar a los congresistas.
En resumen, la puntera de la intención de voto tiene un estupendo relato que contar y lo está administrando en suaves dosis. Antes, el relato del padre la aplastaba y le costaba verbalizar su papel en él; ahora está dispuesta a dar la cara protagónica – es ‘su relato’- y se está reservando los monólogos cruciales para la segunda vuelta. Tiene las de ganar, pero este es un cuento de la vida real, y nadie puede asegurar cómo acabará.