Cuando el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) se publicó en agosto del 2003, causó más polémica que reconciliación. Uno de los puntos más discutidos fue la estimación de 69,280 muertos provocados, entre 1980 y el 2000, por “el episodio de violencia más intenso, más extenso y más prolongado de toda la historia de la República” (conclusión 1). La CVR añade que “estas cifras superan el número de pérdidas humanas sufridas por el Perú en todas las guerras externas y guerras civiles ocurridas en sus 182 años de vida independiente” (conclusión 2).
Varios políticos, sobre todo los asociados a los partidos de los 3 gobiernos que padecieron el terror (Acción Popular, APRA y los fujimoristas), tildaron la cifra de tremenda y sesgada. Dudaban del método de estimación y rechazaban la desagregación que señalaba que el 46% de muertes se debía a Sendero Luminoso y el 30% a la acción de “agentes del estado” (anexo 2).
Años después, en la campaña del 2011, Jorge Trelles, vocero de Fuerza 2011 (hoy Fuerza Popular), entrevistado por Beto Ortiz, dijo, con brutal franqueza, refiriéndose a las bajas provocadas por el Estado en cada gobierno: “Nosotros matamos menos”. No dio cifras, pero dijo que la alianza del fujimorismo con las rondas campesinos disminuyó la fatalidad.
Por otro lado, podía presumir que como a Fujimori le tocaron 2 años de intensidad terrorista hasta la captura de Abimael Guzmán en setiembre de 1992, eso marcó menos bajas que las que tocaron a Belaunde y García en sus quinquenios enteros.
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Con la misma hosquedad de Trelles, podríamos decir, si quisiéramos asumir una suerte de responsabilidad colectiva por lo que se hizo mal o se dejó de hacer en esta pandemia, que en 7 meses hemos matado más peruanos que los que matamos en 20 años de violencia. Por supuesto, en este caso hay un agente externo e imparable que ha desestabilizado hasta a las sociedades más previsoras; pero el hecho de que lideremos el ránking internacional de muertos por cada 100 mil habitantes, nos obliga a escudriñar culpas y errores.
A pesar del lento descenso en las últimas semanas, seguimos encabezando el ránking elaborado por la universidad Johns Hopkins. Ayer sábado, descontando San Marino, que es un minúsculo principado con muy pocos habitantes, estábamos a la cabeza con 103.5 seguidos por Bélgica con 88.9. Este ránking se elabora con las cifras oficiales de cada país. Si se hiciera con las cifras del Sistema Nacional de Defunciones (Sinadef), teniendo en cuenta el subregistro que padecemos, seguiríamos a la cabeza.
Una aclaración de rigor: Los 80.000 muertos que mencionamos arriba no son los que reporta el Minsa (33.158 al 9 de octubre contados desde el primer fallecido reportado el 19 de marzo) sino los calculados a partir del Sinadef como exceso notorio sobre las cifras de periodos anteriores. No es un cálculo preciso pero se aproxima a la realidad mucho más la cifra del Minsa y por eso varios países usan estas estimaciones para sincerar la magnitud de la pandemia. Las cifras van a variar ligeramente de acuerdo al periodo con el que se compare y el momento en que se señale el inicio del exceso. Aquí usaremos una estimación elaborada por Farid Matuk, cuya base de comparación es el bimestre de enero y febrero de este año. El exceso se hace visible a partir del 8 de abril y al 10 de octubre llega a 80.613.
¿Una CVR pospandemia?
Ante esta dimensión de la muerte, ¿qué culposa reflexión nos toca? ¿Tendría sentido una CVR pos COVID-19? ¿Es ético y conveniente politizar tan inmensa tragedia? ¿La próxima campaña electoral lo hará nos guste o no?
La primera y la segunda pregunta se las planteé a Salomón Lerner Febres. El ex presidente de la CVR me envió un texto con su respuesta: “Donde hay víctimas corresponde una actitud de respeto. Y es importante que el Estado asuma la iniciativa en esa dirección. La situación de cuarentena y las medidas sanitarias han hecho más dura, si cabe, la pérdida de seres queridos: sin funerales apropiados (…) Todo ello implica una agudización del duelo y la sensación de que no se ha honrado lo suficiente a la vida perdida, la sensación de que la persona fallecida ha simplemente desaparecido en el aire, en una forma de anonimidad agravada (…) Las muestras públicas de reconocimiento y respeto –como podrían ser ceremonias de duelo nacional, por ejemplo- pueden tener otra significación adicional, y es la de acentuar el valor de la vida en el Perú. Es necesario que en el país recuperemos la sensación del valor absoluto de la vida humana y el sentimiento de indignación y escándalo ante las muertes evitables”.
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Lerner Febres no cree que otra CVR sea aconsejable: “La situación de las violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado –que ameritó la formación de una comisión de la verdad- y la situación bajo la pandemia son fundamentalmente distintas. Los actores armados deliberadamente asesinaron, masacraron, desaparecieron, torturaron, violaron o desplazaron a decenas de miles de personas. (…) En el caso de la pandemia, sin dejar de reconocer la magnitud de lo ocurrido, estamos en el ámbito de medidas de gobierno que tendrían que ser analizadas críticamente, por supuesto, pero no creando la sensación de que estamos ante un caso de criminalidad deliberada o ante una situación de negligencia criminal. Me parece que crear un clima de esa clase tendría un efecto sensacionalista, que desde luego abonaría a la agudización del conflicto político en el Perú, pero que no necesariamente sería un favor a las víctimas ni a la población peruana en general”.
También le pregunté a Lerner Febres si cabía hablar de reparaciones: “Es también una comparación forzada. Hablamos de reparaciones cuando ha habido violaciones de derechos humanos. En este caso lo que tenemos es una política que no ha funcionado bien –que ha funcionado mal, si se quiere- pero no una intención criminal”. En resumen, el filósofo y ex rector de la PUCP, cree en la necesidad de “una revisión histórica” sobre lo que este y anteriores gobiernos han hecho y dejado de hacer por la salud y el bienestar de los peruanos.
Por supuesto, es previsible, que las fuerzas políticas en este y en el próximo Congreso, quieran investigar lo ocurrido. La politización del tema podría distorsionarlo faltando a la ética; pero es legítimo investigar. Ernesto Bustamante, el epidemiólogo que fue el primero en alertar públicamente del riesgo de usar masiva e indiscriminadamente pruebas rápidas para rastrear el virus, ha anunciado su afiliación a Fuerza Popular y su intención de postular al Congreso. También se ocupará de los temas de salud en el plan de gobierno de FP.
Bustamante me responde a la tercera y cuarta pregunta. “El Congreso seguro va a investigar, y no porque yo lo diga. Eso va a pasar. Pero esto no debe ser un asunto de ideología, que si el ministro [Víctor Zamora] era de izquierda, entonces quienes criticábamos éramos de derecha. Están equivocados, esto es un asunto de ciencia”, me dice Bustamante.
Me confiesa que aún no sabe la razón por la que se optó por comprar un lote tan grande de pruebas rápidas y se persistió en usarlas masivamente, a pesar de que meses atrás figuraba la recomendación de adquirir moleculares. De hecho, ese sería un tema que no escaparía a una comisión congresal, hiperpolitizada o no.
Aprovecho para preguntar a Bustamante qué es lo que esperaría de una estrategia anti COVID-19 en este momento: “Uso masivo de pruebas moleculares y rastreo de contactos”, responde.
Que el tema de la pandemia se va a esgrimir con críticas al gobierno y propuestas de estrategias distintas, qué duda cabe. El fichaje de Bustamante por FP ya tenía esa obvia motivación.
El médico Abel Salinas, militante del APRA y ex ministro de Salud en los últimos meses del gobierno de PPK, ha manifestado su afán de ser precandidato presidencial aprista. En varias entrevistas se ha mostrado un duro crítico de la gestión sanitaria del gobierno y en un capítulo del libro “Pandemonio” (Página Once, 2020) fustiga la “estrategia solitaria de la cuarentena masiva”, que sumados al abuso de pruebas rápidas, a la falta de comunicación de riesgos y a la postergación de la atención primaria de salud que hubiera ayudado al control comunitario y domiciliario; configuraron un fracaso. Por lo menos, dos médicos con autoridad, agitarán temas de salud en la campaña.
Pardo el funesto
Los desastres de origen natural, desde terremotos hasta epidemias, no tienen porqué provocar procesos de la complejidad de una CVR. Pero siempre hay una falta de prevención que lamentar, una gestión que criticar, reformas que hacer. El terremoto más letal de nuestro sXX, el del 31 de mayo de 1970, con epicentro en el mar de Áncash, provocó alrededor de 75.000 muertos (según información citada en “Indeci: Emergencias más impactantes ocurridas en el Perú 1970-2002”). Precisamente, esa tragedia provocó el nacimiento del Sistema Nacional de Defensa Civil del que es parte el Indeci.
Los desastres provocan, pasado el shock, que la gente dirija su atención hacia las autoridades. El terremoto de Pisco en el 2007, registró tantos problemas burocráticos en la reconstrucción, que el segundo gobierno de García fue duramente criticado por ello. Lo mismo que sucede con los terremotos vale para las epidemias. La gente empieza a dudar si la dureza con las que nos golpea se debe a la letalidad del virus o a la mala gestión de la crisis, o a una combinación perniciosa de ambas.
Pestes y confinamientos los ha habido antes y después de la conquista. En el sXIX ya tuvimos tempranas experiencias de vacunación contra la viruela, pero faltan cifras sobre la letalidad y la eficacia de las medidas sanitarias. En 1868, tenemos el caso de una epidemia de fiebre amarilla sobre la que sí se disponen de cifras. El escritor Marcel Velásquez pronto publicará el libro “Hijos de la peste”, donde documenta el impacto cultural de nuestra historia de epidemias. Marcel me cuenta que: si lo proyectamos al 2020, el 5% de los 8.575.000 habitantes de la Lima actual, serían 428 mil muertos.
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Cuando le pregunto a Velásquez si ha encontrado que alguna de las epidemias provocó duras críticas a la gestión del gobierno, me responde mostrándome una caricatura que habla por sí sola. Al presidente José Pardo le tocó en su primer gobierno (1904-1908) enfrentar 3 epidemias, de peste bubónica, tuberculosis y viruela. En 1907, la revista satírica “Fray K. Bezón” lo representó con guadañas como el estandarte de un periodo presidencial funesto. Las dimensiones de la actual pandemia no dejan mucho espacio para el humor negro impreso; pero esa caricatura puede ser un antecedente de los palos que recibe y seguirá recibiendo el gobierno de Martín Vizcarra.
La gripe española, que asoló al mundo entre 1918 y 1920, también llegó al Perú, aunque no ha sido suficientemente estudiada. Velásquez ya ha encontrado evidencias gráficas y testimoniales, de que la trinidad del cuidado que se pregona hoy (mascarilla, lavado de manos y distanciamiento), se pregonaba entonces con distinta intensidad.
En lugar de mascarillas algunos usaban pañuelos. En el ensayo “The 1918-1920 influenza pandemic in Peru” (G.Chowell, C. Viboud, C.V. Munayco), publicado en la revista Vaccine en el 2011, los autores estiman un total de 52.739 muertos, proyectando las cifras de los archivos públicos de 3 ciudades (Lima, Iquitos e Ica).
Curiosamente, los autores del ensayo, encuentran que la tasa de mortalidad en Iquitos (2.9%) fue muy superior a la de Lima (1.6%), como si se prefigurara lo que vendría a pasar en el 2020 con la intensidad de la epidemia en Loreto.
También encuentran –ojalá que esto no sea un mal presagio- que en el 1920 hubo una nueva ola que, en algunas localidades, fue más letal que la primera. Si tomamos en cuenta que la población en 1920 se calcula en 5 millones, estamos hablando de una tasa de letalidad cercana al 1%. Su equivalencia actual superaría los 300.000 muertos.
Hemos tenido que padecer esta pandemia para recordar otras muertes que como las decenas de miles ocurridas este año, se fueron sin la prevención, el respeto y el duelo que merecían. Nunca será tarde para reparar olvidos.