Martín Vizcarra participó en el XI Congreso Nacional de Jueces para reiterar que el Ejecutivo respeta la independencia de poderes. (Foto: Miguel Bellido / El Comercio)
Martín Vizcarra participó en el XI Congreso Nacional de Jueces para reiterar que el Ejecutivo respeta la independencia de poderes. (Foto: Miguel Bellido / El Comercio)
Jaime de Althaus

En el Perú no hay persecución política. Lo que hay es algo más sutil y letal a la vez: criminalización política, ajusticiamiento mediático-judicial de partidos políticos. Ocurre, por ejemplo, cuando se expone públicamente todos los días por la televisión de qué manera un partido político se “organiza criminalmente” para cometer algo que no es delito. A fuerza de presentar día a día testimonios nuevos y agravantes, la impresión que queda en la opinión pública es que, efectivamente se trata de una siniestra organización criminal dedicada al lavado de activos, por más que tal cosa no exista.

El resultado es que, según última encuesta de Ipsos, el 54% considere que Fuerza Popular es una organización criminal y que la aprobación al Poder Judicial pase de 10% en agosto a 27% en noviembre. El procedimiento, mucho antes de que haya juicio, ya decreta la muerte política del partido en cuestión. A la cúpula no se le ha iniciado aún investigación preparatoria y menos aún se le ha acusado, pero ya purga precondena de tres años de cárcel. Y la que hubiera sido candidata con posibilidades es ya cadáver político. La presunción de inocencia es la primera víctima.

Ahora bien, tampoco se puede decir que el proceso de criminalización de algunos partidos políticos haya sido digitado por el Gobierno. Es verdad que el presidente se beneficia indirectamente, pero él no ha ordenado nada en el terreno penal. Hay, efectivamente, separación de poderes.

El problema no está allí. Está en una justicia que se ha vuelto plebiscitaria y poderosamente arbitraria, en fiscales y jueces que, pasando por encima de una sentencia del Tribunal Constitucional que ya advirtió acerca de los excesos que se comete en la prisión preventiva, obedecen a centros de influencia con poder creciente en el sistema judicial y a una opinión pública mayoritaria que, retroalimentada a su vez por el espectáculo de la justicia mediática, se radicaliza cada vez más exigiendo la prisión de aquellos a quienes siempre aborreció políticamente. Es la justicia popular que se está tragando a casi toda la clase política.

Si un partido ha hecho todo lo posible por desprestigiarse y por concitar el rechazo ciudadano, pero no ha cometido delito, es algo que deberá pagar en las siguientes elecciones, no en la cárcel. Una cosa es el repudio electoral, y otra la ejecución penal. La criminalización de la política no es admisible en una democracia.

Esto, por supuesto, es completamente diferente de los casos en que ex presidentes o ex funcionarios hayan recibido sobornos por las obras que se concedieron en sus gobiernos. Ello es claramente un delito y de la mayor magnitud, que debe merecer la pena más severa porque es imperdonable apropiarse de los dineros del pueblo.

En el caso de la opinión pública está convencida de que recibió sobornos de parte de Odebrecht y, por lo tanto, el ex presidente seguramente teme que se le apliquen los procedimientos de la justicia plebiscitaria. En eso lleva razón, aunque también quepa la posibilidad de que el asilo sea una manera de escapar a la justicia si realmente cometió algo. En eso estamos.