El pasado 28 de julio, durante su mensaje a la Nación, el presidente Martín Vizcarra anunció que presentaría al Congreso una reforma constitucional para adelantar las elecciones generales (que deberían celebrarse en el 2021) al próximo año. “El Perú reclama a gritos un nuevo comienzo […]. Con esta acción se reforzarán los cimientos de nuestra República, aunque ello implique que todos nos tengamos que ir”, aseguró el mandatario, solo segundos después de aludir a una “crisis política” y de denunciar una “representatividad colapsada”. Se remarcaba, así, la tendencia que señala que, en el Perú, las posibilidades de que un gobierno que no cuenta con mayoría parlamentaria pueda desenvolverse sin mayores turbulencias políticas son prácticamente nulas.
No obstante lo anterior, la propuesta de Vizcarra –aunque ciertamente inusitada– guarda una distancia sensible con sus predecesores en el cargo que se encontraron en una situación parecida a la suya.
En efecto, antes de Vizcarra –y de, por supuesto, Pedro Pablo Kuczynski–, otros mandatarios tuvieron que bregar ante un Parlamento poco colaborativo –cuando no deliberadamente hostil– y, en cada caso, el resultado de ese lance se saldó con un quebrantamiento del orden constitucional, ya sea desde adentro de casa (con el cierre ilegal del Congreso) o desde afuera (con una asonada militar).
Billinghurst, el caso que no tuvo precedentes
En 1912, Guillermo Billinghurst, exalcalde de Lima y expresidente del Partido Demócrata (fundado por Nicolás de Piérola), se enfrentó a Ántero Aspíllaga, la carta del Partido Civil gubernamental, una organización que había presidido el país durante 13 largos años (concretamente, desde 1899, cuando Eduardo López de Romaña subió al poder e inauguró lo que se conoce como la “República Aristocrática”). En dicha contienda, Billinghurst –apodado como “Pan Grande” por una imagen famosa de su campaña– contó con un gran respaldo de la ciudadanía. Sin embargo, en los días previos a la votación, surgieron denuncias de supuestas irregularidades en la instalación de las juntas electorales, lo que motivó que distintos partidos (como el Civil independiente, el Liberal y el Constitucional) le solicitaran al entonces presidente Augusto B. Leguía la nulidad de los comicios. Como el pedido no procedió, se convocaron a huelgas generales para los días 25 y 26 de mayo, las fechas de votación.
La jornada electoral fue caótica y las mesas de sufragio fueron saboteadas por los partidarios de “Pan Grande”. El galimatías se resolvió con la intervención del Congreso, que declaró a Billinghurst presidente el 9 de agosto de dicho año, por 132 votos contra 30.
No obstante, las chispas entre Billinghurst y el Parlamento (de mayoría civilista) saltaron prácticamente desde el primer año de gobierno y se agravaron en 1913, cuando trascendió que el primero planeaba cerrar al segundo. Así también, el presidente buscaba realizar un referéndum para reformar la Constitución que, entre otras cosas, modificara la forma en la que se renovaba el Parlamento: de un sistema de tercios a uno de recambio integral. Cuenta Jorge Basadre en su “Historia de la República del Perú” (1939) que en esos momentos la situación que atravesaba el Perú era insólita, pues “no existía precedente en el país de una pugna tan grave, salvo, el caso de Riva-Agüero en 1823. Parlamentos hubo que, en momentos de gran agitación política, pretendieron fulminar al presidente con una acusación como en 1832 o con la declaración de vacancia de la jefatura de Estado como en 1857 y 1867; pero sin lograr esos radicales objetivos”.
Ante la posibilidad de la disolución, un grupo de ocho diputados apoyados por oficiales del ejército –entre los que se hallaba el jefe del Estado Mayor, el coronel Óscar R. Benavides– y miembros de la sociedad civil empezaron a conspirar en noviembre de 1913 para defenestrar al presidente. Finalmente, el 4 de febrero de 1914, tras dos días de allanamientos de algunos locales relacionados con los conspiradores y de mucha tensión se produjo el levantamiento militar que obligó a Billinghurst a presentar su renuncia al cargo.
Leguía golpeó primero
“Uno de los grandes sarcasmos de la historia peruana del siglo XX” –narra Basadre– “ha sido que la tentativa frustrada de Billinghurst para eliminar al Congreso en funciones, crear uno nuevo y dar al país una nueva Carta política, la realizó con éxito Leguía en 1919”.
Augusto B. Leguía, que había sido presidente entre 1908 y 1912 por el Partido Civil, volvió al Perú en febrero de 1919. Había radicado en Londres, tras ser expulsado del país por su sucesor, Billinghurst. Para los comicios de ese año, Leguía contaba con el apoyo de los estudiantes y la clase media, y se enfrentó a un viejo conocido de la oligarquía peruana: Ántero Aspíllaga.
Leguía triunfó en las elecciones de 1919, sin embargo, el 4 de julio de ese año, a falta de un mes para el relevo presidencial y aduciendo que el gobierno en funciones de José Pardo y Barreda “auspiciaba […] alteraciones en los cómputos para no transmitirle legalmente el poder” (Basadre, 1939), el virtual mandatario dio un Golpe de Estado junto al Ejército y liquidó el Congreso. Cuenta Basadre que, no obstante lo afirmado por el leguiísmo, en realidad era poco probable que el régimen de Pardo alterara el resultado electoral y que, más bien, el recuerdo de las tensiones que había sufrido Leguía con el Parlamento en su primer gobierno (1908-1912) y la circunstancia de gobernar con un Congreso opositor lo habrían llevado a tomar tal decisión.
Tras el Golpe, se convocó a una Asamblea Constituyente que confeccionó la Carta Magna de 1920. En líneas generales, explica el historiador Héctor López Martínez, esta “le permitiría a Leguía manejar con entera libertad al Legislativo y reelegirse hasta que fue derrocado por Sánchez Cerro en 1930”.
Leguía, pues, golpeó antes tan siquiera de instalarse en el cargo, descolocó por completo a la oposición y allanó un camino sin mayores contrapesos para inaugurar una gestión que él mismo rotuló como “la Patria Nueva” y que se dilató durante 11 años: el período más extenso de un gobernante en nuestra historia.
Bustamante y Rivero, y la coalición con el Apra que condenó a su gobierno
En 1945, José Luis Bustamante y Rivero, abogado y político independiente que no contaba con partido propio, logró ganar las elecciones gracias a una coalición de fuerzas –entre las que se encontraba el Apra– agrupadas bajo el nombre de Frente Democrático Nacional (FDN). Bustamante y Rivero superó en las urnas al general Eloy Ureta, el candidato de la Unión Revolucionaria (UR) –el movimiento fundado por Luis Miguel Sánchez Cerro–, por un amplísimo margen e inició una administración que pintaba auspiciosa.
No obstante, según relata el historiador Carlos Conteras Carranza en un artículo publicado en este Diario (“Pugnas entre poderes”), “la coalición que lo ayudó a ganar [a Bustamante y Rivero] se rompió pronto, y el presidente pasó a enfrentarse a un Congreso encabritado, en el que el Apra, la UR y los representantes del viejo civilismo […] contaban con una amplia mayoría”.
Las pugnas entre el Ejecutivo y el Legislativo provocaron un estancamiento político. El país entró entonces en un espiral de caos y desorden, y en 1948 un ‘putsch’ liderado por el general Manuel A. Odría terminaría defenestrando al presidente constitucional. Odría, como sabemos, gobernó, en un inicio, hasta 1950, cuando renunció al cargo para poder participar legalmente en unas supuestas ‘elecciones’ que en realidad solo fueron una pantomima –pues su principal contendor fue encarcelado y el dictador corrió en solitario en las urnas–, y no abandonó el poder sino hasta 1956.
Belaunde, la pugna ante una alianza improbable
En 1963, la junta militar que había irrumpido en el poder de manera ilícita el año anterior, convocó a elecciones generales para devolver el poder a la ciudadanía. Así, mientras en la carrera presidencial triunfó el líder de Acción Popular, Fernando Belaunde Terry, en el Parlamento hubo tres fuerzas que se repartieron, aproximadamente cada una, un tercio del hemiciclo: Acción Popular, el Apra y la Unión Nacional Odriísta (UNO).
Increíblemente, durante la gestión belaundista, el Apra forjó una alianza improbable e inverosímil en el Congreso con la UNO, cuyo fundador, Odría, había perseguido ferozmente al aprismo entre 1948 y 1956. Explica el politólogo Yusuke Murakami (2007) en el libro “Perú en la era del Chino” que la coalición Apra-UNO “estropeó todas y cada una de las políticas reformistas de Belaunde [en el Congreso], como la reforma agraria”.
Como con Bustamante y Rivero, el entrampamiento político producto de las tensiones entre el Ejecutivo y el Congreso (que incluyó que este último llegara a censurarle hasta 10 ministros al primero: la cantidad más alta que ha sufrido una administración en nuestra historia), desembocó en una asonada militar, encabezada por el general Juan Velasco Alvarado, en octubre de 1968.
“Los dos casos [Bustamante y Rivero, y Belaunde] son bastante similares: el Apra nunca había llegado al poder y entonces van a empezar a obstaculizar, a hacerle la vida imposible a ambos gobiernos, por motivos similares: porque quieren asegurarse las próximas elecciones. Y hay un quiebre institucional porque las Fuerzas Armadas no querían que el Apra llegara al poder en ninguno de los dos casos”, explica la historiadora Natalia Sobrevilla.
Fujimori y el recuerdo del 5 de abril
La primera vuelta electoral de 1990, que se celebró mientras el país sucumbía por el colapso económico y el accionar sanguinario del terrorismo, arrojó los siguientes resultados: el Fredemo, la coalición encabezada por el escritor Mario Vargas Llosa, obtuvo el 27.7% de los votos; Cambio 90, del ingeniero Alberto Fujimori, logró un impensado 24,7%; mientras que el Apra, que postulaba al exministro Luis Alva Castro, sacó un nada desdeñable 19,1%. Finalmente, la izquierda, que se había escindido entre la Socialista (IS) y la Unida (IU), y que presentaba a Henry Pease y al ex alcalde de Lima, Alfonso Barrantes, respectivamente, obtuvo, en conjunto, poco más del 11%.
Como es conocido, Cambio 90 superó en el balotaje al Fredemo y Fujimori logró una presidencia que a inicios de aquel año se proyectaba como simplemente imposible (para tantear una dimensión de aquella gesta, el nombre de Fujimori aparecía en el último lugar de los sondeos en marzo, apenas un mes antes de la primera vuelta).
En términos de escaños, en cambio, el panorama no pintaba nada bien para Fujimori. Su organización necesitaba del apoyo del Apra en el Parlamento para poder superar el número de curules que sumaban los cuatro partidos que componían el Fredemo: Acción Popular, el PPC, el Movimiento Libertad, y Solidaridad y Democracia.
Aunque al inicio Cambio 90 pudo maniobrar sin necesidad de tejer alianzas gracias al apoyo que le dio el Apra, conforme fueron avanzando en el Legislativo algunas investigaciones contra el gobierno saliente de Alan García, la relación entre ambos partidos empezó a agrietarse. Para la segunda mitad de 1991 ya la situación era agitada. Según Murakami (2007), la confluencia de varios factores, entre los que se encuentran los rumores de una posible vacancia presidencial con motivo de la invasión ecuatoriana a territorio nacional en agosto de dicho año, la promulgación de la Ley de Control por parte de la oposición –para limitar algunas prerrogativas presidenciales– y la derogación por parte del Congreso de algunos decretos emitidos por el Gobierno en el marco de las medidas para la pacificación del país, llevaron a que Fujimori tomara la decisión de cerrar el Congreso en noviembre de 1991.
El 5 de abril de 1992, a casi dos años de su victoria electoral, Alberto Fujimori anunció la disolución del Parlamento y la intervención de varias instituciones del país, además de la irrupción en varios medios de prensa con el apoyo de las fuerzas armadas. El hilo constitucional se había quebrado una vez más.