(Foto: archivo)
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Jaime de Althaus

Es absurdo y estéril ponerse a discutir si hubo o no excesos y crímenes por parte de las fuerzas del orden durante la guerra contra el . Evidentemente los hubo. Lo importante es entender por qué se dieron y por qué luego disminuyeron a partir de 1990. Comprender a qué se debió la violencia terrorista y qué fue lo que hizo posible derrotarla.

Lo que nos impide como sociedad entendernos en este tema y extraer las lecciones que nos hagan crecer es centrar la discusión en lo que el Estado hizo mal, en lugar de centrarla en lo que hizo bien para derrotar a y desde allí analizar lo que se hizo mal. La mejor manera de entender lo que se hizo mal es mirarlo desde lo que se hizo bien. Eso permitiría un punto de encuentro en esta absurda disputa.

La violencia asesina masiva, sobre todo si viene de un enemigo sin cara, desata una espiral de violencia ciega. Ello es inevitable si no hay una estrategia inteligente. Empezó a haberla cuando se entendió que las comunidades no eran enemigas del Estado, sino amigas, que en lugar reaccionar ante ataques senderistas a veces con matanzas indiscriminadas había que darles armas y apoyo social. Eso bastó para que ellas mismas señalaran a los senderistas. Ya no tenía sentido capturar a sospechosos para torturarlos y luego ejecutarlos. Y en el área urbana se le dio recursos a la Dincote para buscar a la cúpula y a Abimael Guzmán. Alianza con los campesinos e inteligencia policial. Una fórmula limpia.

Es increíble que el país no haya capitalizado como realización colectiva, ni como orgullo ni como cultura de gestión pública esta estrategia inteligente. No lo ha hecho porque fue ejecutada por Fujimori, aunque fuera concebida por los propios militares en 1989 y, antes, en mesas redondas en el diario “Expreso” y otros foros (en realidad, el embrión de esta estrategia empezó a darse a inicios de 1983, pero Uchuraccay la segó). Y al haberse hecho la principal reflexión sobre la guerra terrorista (CVR) en el período inmediato posterior a la caída de Fujimori, la tendencia natural fue a no darle el valor que tuvo.

Es absurdo que algunos fujimoristas defiendan los cruentos 80 en lugar de realzar la exitosa estrategia aplicada a partir de los 90.

Además, centrar el debate en torno a los excesos cometidos o no por las fuerzas del orden lleva a poner en segundo plano la causa fundamental de la violencia: la ideología que llevó a los grupos terroristas a desatar un baño de sangre. Esto ha impedido tomar plena conciencia nacional –incluso en los textos escolares– de la responsabilidad que le cupo a una ideología que proclamaba la lucha de clases y, por ende, la lucha armada para tomar el poder e instaurar la dictadura del “proletariado”. Una ideología de muerte que ponía el asesinato al servicio de la revolución y que fue compartida en los 80 por toda la izquierda marxista-maoísta, que argumentaba que el método era correcto pero no la oportunidad.

El país se merece recentrar el debate sobre los años del terrorismo.