Dos factores condicionan el tiempo promedio que a uno le puede durar una raspadilla en la mano. El primero, la cantidad de hielo en el vaso o platito (la práctica confirma que mientras más fino se haya picado, más tardará en aguarse). El segundo, la temperatura del día elegido para probarla. Por otro lado, y si la sed es excesiva, la raspadilla está destinada a ser devorada incluso bajo el riesgo del enfriamiento inmediato de lengua y paladar. Eso también es parte de su encanto.
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A los peruanos nos gustan. Tanto, que las venimos asociando al verano desde hace décadas. La mejor expresión de su popularidad local se encuentra en La Victoria y lleva el sello de una familia dedicada a su preparación desde los años sesenta: los Garibay. Su historia, como tantas otras, nace de una afortunada combinación entre el ingenio y la oportunidad.
EL COMIENZO
Antes de dedicarse a hacer raspadillas, Graciela Garibay había vendido fruta en un mercado local y zapatos en la avenida Aviación. Esos son los primeros recuerdos que su hijo, José Doria, conserva de ella.
Graciela había llegado de su natal Ayacucho a una Lima que crecía velozmente y donde había que ingeniárselas para sobrevivir. Establecida en La Victoria empezó ofreciendo raspadillas en una mesita que ubicó en el parque Porvenir, hacia 1960. Allí raspaba a mano bloques de hielo industrial con una suerte de cepillo que generaba un granizado. En seguida, este era bañado con jarabes de fruta y servido en las propias manos de sus clientes –la idea de ofrecer platos de plástico era lejana en aquel entonces–, quienes debían probarla raspadilla con celeridad. Y cuidado de no mancharse, claro. La mesita fue transformándose en varias más y luego fueron puestos. Así hasta llegar a seis puntos de venta repartidos por la zona.
De esos primeros años se desprenden los cuatro jarabes, inalterables e irreemplazables, que forman parte del sello Garibay: fresa, lúcuma, tamarindo y coco con leche. Este último, el favorito del público hasta hoy. “Ya había raspadillas cuando mi madre empezó, por supuesto”, cuenta Doria, a cargo del negocio desde que ella falleciera. “Pero solo se usaban los jarabes rojo y amarillo. Mi mamá introdujo nuevos sabores, como el coco con leche. Para los años setenta ya todos tenían más sabores, y han ido saliendo más variedades con el tiempo. Nosotros nos quedamos con los mismos cuatro de siempre”, sostiene él.
Cada madrugada se elaboran los concentrados de fruta y azúcar que abastecen las jornadas de verano – D’Garibay abre de diciembre a abril– y se emplean en hasta 300 raspadillas diarias. La afluencia indica que pueden ser muchas más, pero José es reservado. Desde el año 2000, D’Garibay (la ‘D’ la pone Doria, para diferenciarse de otros establecimientos relacionados al apellido) opera en un local en la Avenida de las Américas, muy cerca de la Vía Expresa. Hasta allí llegan celebridades de la farándula local, jugadores de fútbol y hasta policías. “No es que seamos mejores o peores; cada uno hace las cosas a su manera”, finaliza. La suya sale en dos tamaños, con todos los jarabes y chancea un ‘refil’ de uno de ellos, a elegir.
EL MISMO DE AYER
Armando Garibay tiene 80 años y lleva 30 de ellos en el mundo de las raspadillas. Su hermana Graciela lo convocó, a mediados de los ochenta, para apoyar en el negocio tal y como hiciera con más miembros de la familia. Hace seis años, sin embargo, don Armando y sus hijos decidieron apostar por un proyecto propio al cual bautizaron con su apellido: Garibay. Sus raspadillas se encuentran en dos puestos cercanos, ubicado en la transitada avenida Parinacochas, muy cerca del emporio comercial de Gamarra.
“Todo el mundo compra raspadillas. El secreto está en la limpieza, en el trato a los clientes... y en hacer un jarabe que sea bien dulce”, sostiene el experto. Tal y como van las cosas con el clima –ambiental y político–, a muchos les vendría bien una buena porción.
Historia en frío
El historiador gastronómico Rodolfo Tafur identifica en una ceremonia de graduación del ejército inca una manifestación que podría asociarse a la raspadilla. “Una de las pruebas de valentía consistía en que los jóvenes suban al nevado más alto y traigan un trozo de hielo. Los que regresaban lo enseñaban frente al pueblo y lo raían con un rallador hecho de piedra volcánica”, cuenta. “El hielo granulado era mezclado con miel de abeja, formando una especie de raspadilla que tenía por nombre chimpay”.
Lo que hoy se conoce como sorbete (hielo mezclado con jugo de fruta y miel) es considerado por muchos como el primer postre hecho de hielo. Su origen se rastrea a China, hacia el siglo XVII.Posteriormente llegó a Italia a través de las rutas comerciales.
La granita, de origen italiano, es otro pariente cercano. “Se hacían del hielo del volcán Etna, en Sicilia, raspando los bloques, antiguamente con un tenedor”, explica la chef pastelera Sandra Plevisani. A ellos se añadían jugos de fruta.
D’GARIBAY
DÓNDE: Av. de las Américas 151, La Victoria
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