“No contentos con que el cielo sea gris, se les ocurre hacer el uniforme escolar del mismo color.” Esa fue una de las apreciaciones de mi madre cuando regresamos a vivir a Perú en 1996. Sin ánimo de menospreciar la contribución más visible de Mocha Graña, coincido que podría haber elegido un tono un poco más favorecedor. Tener que usar ese uniforme fue algo casi traumático ya que nunca había tenido que usar uno en toda mi historia escolar salvo por un breve período en el colegio británico de Montevideo (Uruguay). El blazer verde que había que usar ahí me resultó tan atractivo que me atrevería a decir que fue un factor decisivo a la hora de elegir esa institución sobre su contraparte americana (aunque seis meses más tarde me arrepentiría de esta decisión y volvería al sistema de siempre).
En Lima felizmente solo tuve que usar el uniforme por un semestre, ya que al año siguiente se nos exoneró de su uso por ser la clase que se graduaba, y también porque ese año mi colegio lanzaba su propio uniforme – en una paleta de color armónica- y no venía al caso que lo usáramos por tan poco tiempo. Como los opuestos se atraen, si a mi madre el uniforme gris le parecía nefasto, a mi padre le parecía casi una genialidad. Hasta ahora no se cansa de repetir una y otra vez lo bien logrado de su diseño, cómo desde su creación en 1973 logró borrar diferencias sociales entre la población estudiantil, y cómo el tono elegido era esencial para camuflar cualquier indicio de suciedad. Camuflar es probablemente lo que mejor hacen los uniformes.
Tildar esta experiencia de traumática puede sonar exageradamente dramático para algunos, pero mi colegio en Lima fue el primer colegio americano al que iba donde se requería el uso de uniforme, y para alguien que se vestía de pies a cabeza de Benetton durante la adolescencia–mochila incluida- esto significaba perder gran parte de mi identidad. Mientras algunos compañeros de clase me comentaban que les facilitaba la vida por no tener que pensar qué ponerse cada mañana, otros –que coincidían conmigo- lograban personalizar sus looks jugando con la holgura de sus pantalones, entalles de las camisas, color de pelo, y otros lujos que mi anatomía de aquella época no me permitía.
Cuando la dictadura bicolor se acabó, el colegio cambió como en la película Pleasantville, y pudimos ver (citando a Cyndi Lauper) los verdaderos colores de todos nosotros. Por ejemplo estaba Paloma, mi mejor amiga desde el colegio, cuyo pelo multicolor pudo reencontrarse con su igualmente variado vestuario. En ocasiones bordeaba lo masculino y en otras podía combinar una falda envolvente de lame en color magenta, “combat boots” de charol rojo, un polo con la cara de Madonna de la gira The Girlie Show, una mochila negra con palabras escritas con corrector líquido y un imperdible en la ceja, todo a la vez. Pero mientras un uniforme desparecía, otro comenzaba a surgir: el de los jeans, camisetas y zapatos Bass beige. En este nuevo mar de denim, blancos y neutros, mi mochila y yo resaltábamos.
Muchos años más tarde, en un supermercado del Óvalo Gutiérrez, noté un panorama similar. Era invierno y mientras esperaba mi turno en la caja comencé a notar que todas las mujeres a mi alrededor llevaban jeans con botas por encima, blusas blancas, chalecos en piel de conejo , el pelo con rayitos perfectamente laceado y una Neverfull con el monograma característico de Louis Vuitton. Comprendiendo que los uniformes a veces solucionan temas de vestuario, tanto a nivel de creatividad como de presupuesto personal, yacía aquí una situación que llamaba mi atención particularmente: ¿Por qué un grupo de mujeres con un notorio interés por su apariencia y un poder adquisitivo por encima del promedio peruano decidirían verse prácticamente idénticas? Literalmente, igual a la del costado. Este mismo panorama lo he visto en muchas otras situaciones y probablemente se encuentre expuesto más evidentemente hoy en día en las secciones de sociales de las revistas, donde es posible ver el mismo vestido con transparencias y aplicaciones de encaje uno tras otro, en la misma gama de colores tanto en fiestas de promoción como en matrimonios, la mayoría de ellos hechos sobre medida, lo cual delata que se debe a un factor de voluntad del usuario y no por una escasez de opciones o limitación de oferta en el mercado. ¿Por qué esta necesidad de uniformarse una vez más?
Creo tener la respuesta. En Lima rige una ley, una a la que yo llamo la “ley del mimetismo”. Una ley que consiste justamente en mimetizarse dentro de un grupo de personas, de camuflarse, de no destacar, porque si uno decide destacar es motivo de burla. Imaginemos, por ejemplo, que alguien entrara al restaurante “del momento” con un sombrero rojo. Inmediatamente voltearían todos a mirar, cosa que no está del todo mal, pero en seguida procederían a criticar su look con sus acompañantes, buscando esa validación de pertenencia a un grupo a través de un “bullying” a sotto voce. Más allá de que el sombrero le quede bien o mal a quien lo esté usando, la tendencia general es la de mofarse en vez de celebrar el esfuerzo por intentar algo diferente. Sucede que, contrario a otras ciudades capitales del mundo, en Lima no se celebra la individualidad, es más, se le reprime. Por citar un ejemplo personal, hace casi ya diez años me encontraba caminando por Soho en Nueva York, y un chico me paró en la calle a preguntarme dónde había conseguido mis jeans. Eran unos jeans morados que había comprado en Buenos Aires, nada del otro mundo realmente, pero habían llamado su atención positivamente. Unos meses antes en Lima, usando esos mismos pantalones y saliendo del mismo supermercado que menciono anteriormente, pasó un auto desde donde alguien me gritó “¡Barney!” en alusión al muñeco infantil del mismo color de mis pantalones. Esa tarde, en una reunión de trabajo, me hizo el mismo comentario un conocido al cual se le considera un entendido en temas de moda, lo que hizo que tuviera que sacudir mi cabeza en frustración por segunda vez. Como ven, dos ciudades con dos actitudes diametralmente opuestas.
Este tipo de comportamiento hace muy difícil que la gente se atreva a experimentar, que amplíe sus horizontes en cuanto a diseño, a moda, y en cuanto a la exploración personal, porque como he dicho en reiteradas oportunidades, la moda es parte de nuestra expresión propia. Una vez le comenté estos episodios a mi amiga y diseñadora de accesorios Vanessa Dellepiane, quien no dudó en darme la razón, y me aportó un ejemplo que me pareció absolutamente válido. Me dijo: “Roger, imagina que Mick Jagger hubiera nacido en Lima, le hubieran dicho ´¡Oye, córtate el pelo!´ y '¡Oye, tus pantalones están muy apretados!´. En conclusión, no lo hubieran dejado ser. Como dijo la editora de moda Sally Singer: “la moda no está hecha para hacerte bella(o), está hecha para hacerte quien eres” Así que recordemos eso: los uniformes -principalmente fuera de la escuela- cumplen funciones pero también nos pueden quitar una libertad.