Mi entusiasta hermana compartía el otro día en Facebook una noticia particular: un estudio señalaba que aquellos que arreglaban su casa con motivo de la Navidad con mucha anticipación eran más felices. O algo similar. En efecto, ella decora su hogar casi un mes antes y lo ha convertido en una tradición familiar. El día del armado del árbol participan los niños y, así, entre todos los primos lo arman. Además, hay un generoso desayuno. Todo muy lindo y muy delicioso. Compartimos entre todos, comemos rico y nos tomamos fotos (soy afortunada de tener un familia unida). Mi esposo, publicista, respondía ante el estudio: aquella investigación seguramente ha sido preparada por las tiendas por departamento.
Resultó que no.
Fue un estudio desarrollado por la publicación americana The Journal of Environmental Psychology y en ella se sostiene que aquellos que arreglan su casa con antelación sufren de menos estrés y ansiedad que los demás. Uno es libre de creer en lo que lo haga feliz, pienso yo.
En mi caso, mi forma de relacionarme con la Navidad ha mutado desde haber sido el día más esperado hasta convertirme en una renegona con cero espíritu festivo. Sucede que la dinámica de las compras desde que tengo familia nuclear personal –esposo e hijos– siempre ha sido así: esperamos hasta los últimos días, los más cercanos a Navidad, si no es la misma Navidad (estoy prácticamente segura de que mi esposo el año pasado fue el mismo 24 a un centro comercial) para comprar. Generalmente termino renegando y sufriendo en alguna tienda por departamento.
Paradójicamente, hace años que trato de hacer de la consigna “no más drama” un verdadero patrón de comportamiento personal. Este 2018, en un intento de romper con la inercia, yo he sido la encargada de comprarlo todo. Los regalos para los sobrinos (14), abuelos, hermanos, amigos, etc.
La idea y la propuesta que acepté con cierto entusiasmo y que aún no termino fue que lo haga ya. Así que apenas me dieron de alta me fui en busca de los regalos de Navidad. ¿Y saben qué? Hasta me resultó placentero. No pasó nada. Algunas Navidades atrás, la sola decoración era motivo de queja. Pero ya estamos grandes y la vida está para disfrutarla, tratemos de hacer menos drama de cada cosa en particular.
Las Navidades provocan reacciones de todo tipo: están los que las aman, los que las detestan y los que se dejan apabullar por ellas. Hay que ver cómo nos relacionamos con lo que nos sucede para entender de qué lado estamos jugando. La idea es celebrar: la fiesta tiene un motivo maravilloso, compartir amor. En todas sus formas y fórmulas.
Si queremos ahorrarnos el drama, sigan mi consejo: compren desde ahora, cómprenles a sus amigos emprendedores, háganlo sin prisa y sin tiendas abarrotadas, piensen con el corazón para elegir el regalo que quieran hacer, no que tengan que hacer.
Recuerden también que la Navidad es de los niños y que todos tenemos un niño adentro que quiere jugar. No hay época más adecuada para dejarse llevar. Cantar villancicos, comer los pedazos de panetón que nos provoque, pasar tiempo con la familia, la que te tocó y la que elegiste, y hacerlos felices. Porque de eso se trata esto en esta vida, en Navidad y fuera de ella. De dar.
Está comprobado científicamente que compartir nos hace felices. Cuando hacemos algo por los demás, se activan en nuestro cerebro las mismas zonas de placer que aquellas cuando comemos una barra de chocolate o cuando tenemos un orgasmo. Así que inclusive siendo algo egoístas –porque es para nuestro bien–, demos todo lo que podamos esta Navidad y quedémonos con la costumbre. //