Una enfermedad maldita, no existen de otro tipo, obligó a mi padre a depender durante los últimos años de su vida de un ventilador.
Cuando su saturación de oxígeno descendía a niveles incompatibles con la vida él se sumergía en una dulce toxicidad fruto del envenenamiento de dióxido de carbono, la hipoxia. Esto obligaba a llevarlo a una Unidad de Cuidados Intensivos con una regularidad escalofriante. Parecía dormido, pero para él que manejaba el auto esa inconsciencia era la peor pesadilla imaginable en medio del tráfico y la grosería limeña. Choqué el auto por lo menos tres veces. El chofer de ambulancia peruano amerita un monumento.
El intensivista de la clínica San Borja, el doctor Mendoza, era un médico necesariamente rudo y lacónico pero impresionantemente eficaz a la hora de sacarle la vuelta a la muerte. Él le puso a mi padre un apodo: Bruce Willis. Por aquello de Duro de Matar. Humor negrísimo. Pero que mi padre celebraba cuando ya entubado se enteraba que por enésima vez un ventilador lo ayudaba a seguir vivo. A la máquina se le veía de reojo. Sonaba fuerte y parecía tener su propia determinación.
Era materialmente insostenible que viviera permanentemente internado en cuidados intensivos. Era impagable, era peligroso, era devastador. La alternativa práctica era hacernos de un ventilador casero, los alquilaban o vendían de segunda. Solo le quedaba aprender a vivir conectado a la máquina como una persona sana lo haría a un teléfono.
Con gran esfuerzo y ayuda se pudo conseguir un ventilador de segunda. El aparato en su versión casera era menos impresionante que el profesional, pero igual emitía ese sonido angustiante de respiración propia. La máquina parecía siempre de mal humor por tener que obligadamente resoplar para un tercero. El temor es que en algún momento se apagara. Por un apagón o porque simplemente así lo decidiera su conciencia electrónica.
Al comienzo solo se conectaba a ella para dormir. Se confiaba el sueño paterno a un dispositivo eléctrico que acabó siendo aceptado como nuevo miembro de la familia. Con el tiempo acabó usándola permanentemente como un pulmón prestado. Ese ventilador le dio años de vida, de felicidad y de buen humor, aún cuando se desenchufaba de ella para dar cuenta de un pisco sour. La vida hay que vivirla llueve o truene.
Ya cuando mi padre no estuvo la máquina sobrevivió un tiempo en su cuarto como una reliquia desenchufada, y hasta cierto punto entristecida por la ausencia. Luego sería parte de pago de las deudas contraídas por la enfermedad. Se siente una camaradería imaginaria el pensar que en estos días ese aparato malhumorado podría suponer la diferencia entre la vida y la muerte para alguien.
Estos ventiladores son los aparatos que serán cruciales ante la inminente crisis hospitalaria que se nos viene encima. Porque de que viene, viene.
No la ven venir los cretinos que siguen apostando por la criollada sobre el bien común. No la ven los simulacros de políticos que juegan a la pompa pública sin recordar que hasta antes del Covid-19 ellos eran nuestro peor virus. No lo ven los alarmistas que siguen comprando lo que no necesitan y que se asustan de informarse a través de un diario cuando tienen la casa repleta de papel higiénico que llegará hasta lo más íntimo de sus almas.
Respiremos. La información es también una forma de higiene: salva vidas. Respiremos. A los que tenemos techo, comida y pulmones nos toca ser solidarios. Respiremos. La serenidad será la diferencia entre ahogarse de miedo o levantar la mirada y encontrar la orilla a la que hay que llegar. Respiremos, respiremos, respiremos. //