1. Fui un niño asmático. Era usual agitarme luego de correr un poco y sentir cómo el aire ingresaba con dificultad a mis pulmones. Los silbidos en el pecho podían durar toda la noche. Más de una vez, después de ataques que me desvelaban, acabé en el Hospital Militar recibiendo nebulizaciones. La mía fue una infancia de jarabes expectorantes, pastillas de Ventolín, inhalaciones de eucalipto y tés con limón, kion y miel de abeja.
Con los años el asma remitió, pero apareció la claustrofobia. Hasta el día de hoy los espacios cerrados me producen inmediata ansiedad, hiperventilación, sudoración, sensación de ahogo. Incluso los aviones – cada vez que tomo consciencia de estar viajando encerrado, en medio de la nada– pueden convertirse en un serio dolor de cabeza.
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Encima soy alérgico a los Aines, familia de fármacos que me producen anafilaxia. He vivido la experiencia: disminuye la presión, se acelera el pulso y la garganta puede inflamarse al extremo de bloquear las vías respiratorias. Una tarde del 2007 sufrí un incidente de esas características en La Oroya y terminé postrado en una clínica. Pasado el susto, abrí la mochila que llevaba conmigo y encontré la novela de Ricardo Piglia que leía por esos días, cuyo título me pareció entonces de lo más irónico: Respiración artificial.
Siempre que veía ese libro en mi biblioteca, el recuerdo del accidente volvía de forma automática. La novela trata de la dictadura argentina, o de las dictaduras en general, y en sus diarios el escritor argentino cuenta que la tituló así porque “¿de qué otro modo podría alguien sobrevivir en estos tiempos sombríos?”.
2. Es porque estoy sensibilizado con la falta de aire que me ha consternado el desabastecimiento de oxígeno que, según han denunciado varios médicos esta semana, se presenta en casi una veintena de hospitales del país. Es lógico celebrar la llegada de la vacuna de Sinopharm, pero lo urgente, lo central, lo que de veras merece hoy nuestra máxima preocupación es la crisis del oxígeno. Si el problema no se ataca con decisión, la desoladora imagen de pacientes pugnando por ingresar a establecimientos de salud donde los médicos ya no tienen manos ni recursos para atenderlos se volverá trágicamente rutinaria. Como bien escribió en sus redes la doctora Mónica Meza García, jefa de la UCI del hospital Cayetano Heredia, “el hacinamiento por tratar de manejar a todos los pacientes es peor, genera infecciones intrahospitalarias que solo producen más contagios”.
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3. De acuerdo con la OMS, uno de cada cinco enfermos de COVID-19 necesita oxígeno en concentraciones mayores a las que provee el ambiente. Las consecuencias de no brindárselo a tiempo son fatales. Según el instituto de desórdenes neurológicos y ataques cerebrales de Estados Unidos (NIH), “las células cerebrales son muy sensibles a la privación de oxígeno y pueden comenzar a morir dentro de cinco minutos de presentarse un corte en el suministro de oxígeno”. Cuando eso sucede, se produce una “hipoxia cerebral”, cuyos síntomas van desde falta de atención, los desaciertos, la pérdida de memoria y la disminución en la coordinación motriz. “Cuando la hipoxia dura por periodos más prolongados, puede ocasionar coma, convulsiones o incluso muerte cerebral”, indica el NIH.
La falta de generadores y concentradores de oxígeno afecta también a otros países de la región –Brasil, México, Colombia, Argentina–, donde se repiten las colas inmensas, los precios altos del mercado negro, la desesperación de las familias por conseguir un balón. Considerando el costo del gas, y la compleja infraestructura para mantenerlo y distribuirlo, solo queda esperar que las empresas privadas que producen oxígeno lo pongan a disposición de los hospitales.
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Me he puesto a releer la novela de Piglia después de trece años y el título coincide otra vez con la coyuntura. Solo que esto no es asma, ni claustrofobia, ni anafilaxia. Es peor que todo eso junto. La gente está literalmente muriéndose asfixiada. Qué paradoja más triste y a la vez contundente: en el año del bicentenario, en el que íbamos a festejar el ‘progreso’ alcanzado en las últimas décadas, el Perú se revela como un país en el que incluso el aire se ha tornado un bien prohibitivo para muchos de sus ciudadanos. Para ellos no hay respiración posible. Ni siquiera artificial. //
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