1. Hace unas semanas, en medio de una firma de libros en Panamá, un lector me preguntó amablemente si era cierto que mi padre, ministro de Guerra en el 82, intervino ante el entonces presidente, Fernando Belaunde, para que el Gobierno apoyara a la Argentina durante su conflicto con el Reino Unido por las Islas Malvinas. “Así es, ese episodio está narrado aquí”, le contesté, mientras le devolvía firmado el ejemplar de la novela que acababa de comprar. Antes de irse, añadió: “Soy peruano, serví en el ejército en esa época y viajé con otros compañeros llevando el armamento, pero nunca supimos cómo se tramitó la ayuda”.
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Los argentinos siempre han valorado aquel gesto de solidaridad con su país (a Belaunde incluso le levantaron un monumento que puede verse en la plaza República del Perú, de Buenos Aires); por eso, en el 2010, la presidenta Cristina Fernández viajó a Lima en una “visita de desagravio institucional y de reparación” para ofrecer disculpas oficiales por la puñalada que Menem nos asestó en 1995 al vender armas a Ecuador en pleno conflicto del Alto Cenepa.
2. Desde el principio de la guerra de las Malvinas, la posición del Estado peruano fue de reconocer la soberanía argentina sobre las islas. El hecho de que el presidente Castillo la haya ratificado hace unos días ante la ONU no debería sorprender, muchos menos ser catalogada de impertinente. Es absurdo creer que los acuerdos bilaterales firmados entre Perú e Inglaterra se ponen en riesgo por una declaración que, además, no es nueva. Solo falta que alguien diga que ese acto constituye ‘traición a la patria’. Una de las razones por las que Castillo continúa siendo presidente, pese a su demostrada ineptitud para el cargo, es porque enfrenta a una oposición incapaz de centrarse en el tema de la corrupción –el verdadero talón de Aquiles de este gobierno– y sigue creyéndose sus disparates sobre revoluciones comunistas. Al llamar permanentemente “terrorista” a un presidente muy sospechoso de corrupción se le hace un favor enorme, pues se le da, envuelta en papel de regalo, la oportunidad de victimizarse. Pero, además, esas acusaciones dadas a tontas y a locas cometen un yerro más grave: frivolizan el terrorismo criminal, el terrorismo de verdad, ese que ahora lamentablemente no aparece en su verdadera dimensión en la mente de quienes no vivieron los años de violencia (ni en la memoria de quienes, habiéndolos vivido, nunca leyeron conclusiones serias al respecto).
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3. Sobre el tema Malvinas, recomiendo ver Teatro de guerra (2018), película-documental de Lola Arias. Como tantos otros compatriotas suyos, ella creció escuchando la versión argentina del conflicto, pero tenía curiosidad por la versión inglesa. Entonces decidió contar la guerra desde un punto de vista nuevo, difícil e incómodo, y reunió a seis ex combatientes de Malvinas, tres argentinos y tres ingleses, para compartir sus memorias y, ya sin armas en las manos, reconocer lo que hay de común entre ellos. El resultado es fascinante, pues los testimonios están cargados de eso que las guerras nunca tienen, humanidad. Vemos y escuchamos a hombres que nunca pudieron volver a comer el tipo de comida que una tarde le incautaron a un batallón enemigo después de matar a todos sus integrantes. Hombres que recogieron con una sábana las partes del cuerpo de un compañero, víctima de las minas. Hombres que bebieron y cayeron en drogas por décadas. Un ex soldado argentino cuenta que al ser ingresado en el hospital militar usó una pared de su habitación para pintar el Monte Williams, lugar donde sirvió como apuntador de mortero pesado. “Tenía miedo de que la medicación me borrara los recuerdos”, confiesa. Un ex marine inglés cuenta que un argentino, antes de morir en sus brazos, le empezó a hablar en inglés y le habló de un viaje a Oxford; sus últimas palabras fueron “no sé por qué estoy peleando”. Cuarenta años más tarde, el inglés todavía se remece al recordar el episodio.
4. A la larga, los efectos políticos de las guerras suelen eclipsar los efectos en la vida íntima de sus protagonistas. Más aun cuando se trata de un enfrentamiento entre miembros de una misma sociedad, como sucedió en nuestro caso. Cuánta falta nos sigue haciendo a los peruanos la construcción continua de una memoria que dote de sentido al pasado, y nos aleje, no de las controversias, esas siempre existirán, sino del odio que nos lleva a confundirlo todo, e impide que llamemos a las cosas por su nombre. //
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