No solo de aplausos vive el héroe. Fue alentadora la voz del Zambo Cavero repitiéndose como una locomotora nocturna durante las primeras semanas. Pero el desgaste producto del encierro prolongado, la falta de claridad respecto a las cifras oficiales y la estrechez económica cerrando su tenaza ya están pasando factura. Ahora cada noche a las ocho el verso de cuando despiertan mis ojos y veo suena al eco de una felicidad perdida. No eres tú Zambo. Es el virus.
Sin pretender hablar por ellos es de imaginarse que para el propio personal de salud, policías y tropa en la calle los aplausos se agradecen y reconfortan, pero no bastan. Enfermeras de la Maternidad de Lima que se asustan de dar su nombre en público ruegan en privado que se pidan equipos de seguridad personal para ellas. Eugenia Espinoza, señora que lleva cuarenta años vendiendo periódicos en La Aurora, sostiene una famlia con cada periódico vendido. Su hija menor, enmascarada y embarazada, la ayuda a llevar los diarios todos los días. Y siguen mas historias, acá ya no entran. Es por el tesón y sacrificio ajeno que la oscuridad que proyecta el virus no es total. El valor alumbra.
Lo que preocupa es que el Perú históricamente ha sido poco generoso respecto al agradecimiento. A pocas cuadras de donde Eugenia vende diarios hay una calle cuyo nombre no le dice nada a la mayoría: Yenuri Chiguala Cruz. Se trata de tardío e involuntariamente inútil agradecimiento.
Yenuri Chiguala tenía 14 años cuando fue levado por el ejército en Comas, año 1995. Esta arbitrariedad castrense que se ceba con los mas pobres no hubiera pasado de una experiencia severa de no haber sido que en ese año el Peru estaba en guerra con Ecuador. Yenuri fue enviado al frente de batalla del Cenepa. Quedó herido en una explosión. Murió de tétanos en el hospital. Además de un busto en Comas y un concurso de valores para jóvenes, la patria como reconocimiento le puso su nombre a una calle de tres cuadras. Catorce años, tres cuadras.
El agridulce caso del Grumete Medina, el último sobreviviente del Huáscar, es el antecedente modelo de este agradecimiento nacional esquivo. Alberto Medina Cecilia tenía 17 años cuando la Guerra del Pacífico lo encontró a bordo del Huáscar en 1879. Era grumete, aprendiz de marinero que en tiempos de guerra cumple el noble oficio de pasa cartuchos.
Una bendición juvenil lo hizo sobrevivir ahí donde Grau se elevó a la gloria. Fue llevado como prisionero de guerra a Valparaíso y de ahí repatriado al Perú. Desde entonces y hasta que murió a los 86 años el Grumete Medina desfilaba cada 28 de julio con su uniforme de niño grumete del Huáscar. Era como un Benjamin Buttons pero al r: el joven sobreviviente envejecía irremediablemente.
En 1924 el presidente Leguía se tomó una foto con el, que ya marcaba 62 años, un año más que el presidente. La política nunca desaprovecha un buen selfie. Recién fue condecorado como Caballero de la Orden de Ayacucho al alcanzar la calidad de post mortem, usual requisito de honor peruano. Alguna vez existió un equipo de futbol chalaco que llevaba su nombre que nunca llegó a primera.
Es el estado quien legitima la condición de héroe, precisa amablemente por whatsapp el historiador José Chaupis. Grau y Bolognesi fueron reconocidos como tales en tiempo real. Andrés Avelino Cáceres tuvo que esperar los inicios del siglo XX para ello. Quiñones fue declarado héroe 25 años después de su sacrificio. A los 50 años del acto heroíco su estampa apareció en un billete de 10 nuevos soles.
A Kina Malpartida se le regaló un departamento en Surco por demoler a sus rivales a puñetes. Habrá que ponerse creativos para ver cómo se le agradece ahora a quienes están salvando vidas exponiendo las suyas en ello.