Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Renato Cisneros

Fueron las madres quienes nos prepararon para esto. Mientras los padres evadían con la misma astucia la mayoría de labores y conversaciones densas –o simplemente desaparecían de casa–, ellas nos educaban para afrontar la vida, con sus alegrías y pesares.

Hijas de una época y una sociedad que no ofrecían demasiadas alternativas de surgir profesionalmente, muchas entregaron sus mejores años al cuidado de la familia y la gestión del hogar, y lo hicieron replicando costumbres de sus propias madres, nuestras abuelas, mujeres que ya ni siquiera pudieron plantearse la disyuntiva de ejercer o no oficio alguno, pues crecieron igual que sus antecesoras: convencidas de que el destino de la mujer se reducía al ámbito doméstico. Un confinamiento injusto que ha durado siglos.

Nuestras madres, además, se foguearon en algunas de las peores crisis del siglo veinte peruano. La mía, como tantas otras, vivió las dificultades de la migración del campo a la ciudad y pasó su juventud experimentando la inestabilidad propia de ese largo periodo que comprendió una dictadura militar, el terrorismo, la hiperinflación, el desabastecimiento, la epidemia del cólera y un sinnúmero de incertidumbres. Se convirtió en madre y vivió su maternidad en un país más hostil, en un mundo sin globalización, donde había que resolver las urgencias cotidianas apelando a intuiciones o creencias muchas veces erróneas, lejísimos de las aplicaciones o tutoriales que hoy nos facilitan el día a día.

Es verdad, hubo una época en que pudo disponer de ayuda doméstica, pero incluso entonces ejerció siempre como activa ama de casa, trabajando el doble de lo que delegaba, sin miramientos para remangarse la camisa y el pantalón o ensuciarse las manos si las faenas hogareñas así lo exigían, y con un perfeccionismo exasperante cuando de eliminar el último resquicio de polvo de las ventanas se trataba. Era típico llegar del colegio y encontrarla delante del fregadero con el cabello recogido, moviéndose con rapidez de la tabla de picar a la licuadora y de la licuadora a la nevera. La saludaba e inmediatamente después intentaba asomarme discretamente a las ollas humeantes para inspeccionar el menú, pero ella, como si tuviera ojos en la espalda –las madres siempre tienen ojos en la espalda–, adivinaba mis intenciones decretando frases inolvidables como: “Hoy toca lentejas, si quieres las comes y, si no, las dejas”. Nunca se nos permitió dejarlas, por cierto.

Como otros hombres de su tiempo, consternados por el porvenir del país pero ignorantes por completo de cuántas tuberías fallaban en su vivienda, mi padre era capaz de organizar con éxito un golpe de Estado, mas reaccionaba con desconcierto cuando tocaba reemplazar la bombilla de la lámpara de su velador. Mi madre, en cambio, con la resolución que le daba su crianza en un medio rural, no dudaba en arreglar desperfectos, matar insectos o dar pronta solución a la más mínima emergencia.

En varios momentos de esta prolongada cuarentena, sobre todo por las mañanas, después de que mi esposa sale a trabajar al hospital dejándome a cargo de nuestra hija y del departamento donde vivimos, me he descubierto reaccionando como mi madre: al condimentar un almuerzo, al acompañar con silbidos el avance de la aspiradora, al modificar la disposición de los muebles, al seguir un determinado orden para acomodar los víveres en el estante. La eficiencia para ejecutar esas tareas ha aflorado con naturalidad, como si el conocimiento hubiese estado siempre allí, dormido, esperando una coyuntura precisa para manifestarse.

Hay mañanas, cuando leo un cuento para Julieta o le doy de comer, que me asalta la impresión de que mi hija es una réplica del niño que yo era, mientras mi yo adulto encarna momentáneamente a mi madre. ¿Será ese el juego de espejos de la reproducción? ¿Educamos a los hijos como si pudiésemos, de forma retrospectiva, reformar al hijo que fuimos?

Durante nuestra infancia y adolescencia, cuando menos atención les prestábamos, nuestras madres hacían equilibrio con muy poco para sostener el reino al que pertenecíamos. Si lloraban, lo hacían tras la puerta. Así nos enseñaron a mantenernos a flote, a proteger nuestro territorio ante la aparición de una amenaza. Tantos años más tarde la amenaza por fin llegó, pero aquí estamos, con la cabeza arriba. Gracias, mamá. Estas palabras son mi abrazo de mañana. //

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