Para sostener una carrera literaria, muchas mujeres renuncian a la maternidad. Otras consiguen encaminar ambas vocaciones. La italiana Natalia Ginzburg no entendía en un principio cómo podría separarse de sus hijos «para seguir al personaje de un cuento». Con la ilusión de desentrañar la aparente paradoja, continuó trayendo hijos y libros al mundo. Llegó a tener cinco niños, además de una obra fecunda y diversa.
En su radical ensayo «Contra los hijos» la chilena Lina Meruane cuestiona la maternidad por afectar la producción creativa, y repasa una relación de magníficas escritoras que no necesitaron convertirse en madres para realizarse personalmente: Emily Dickinson, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Jane Austen, las hermanas Bronte.
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Para la norteamericana Lauren Sandler, en cambio, sí es posible escribir y ser madre… pero de un solo hijo. Su libro «One and only» plantea eso: «con uno te puedes mover», y pone de ejemplo a Susan Sontag, Joan Didion y Margaret Atwood, todas madres de hijos únicos. La británica Zadie Smith, por su lado, piensa que la maternidad no es una amenaza: «la verdadera amenaza es la falta de tiempo, y ese problema es el mismo siendo escritora, enfermera o si trabajas en una fábrica». En esa línea está lo dicho por la Nobel Alice Munro: «escribo cuentos y no novelas porque eso es lo que me permiten las siestas de mis hijos».
Entre las escritoras peruanas, la cusqueña Clorinda Matto constituye un caso notable. No tuvo hijos y uno se pregunta si, de haberlos tenido, hubiese alcanzado a fundar una revista como «El Recreo» y concluir tres novelas («Aves sin nido», la más conocida). Hay investigadores que señalan que Clorinda tuvo un hijo que murió prematuramente, pero no hay documentación que lo acredite.
Algo similar pasó con la moqueguana Mercedes Cabello. Participó de movimientos literarios, escribió ocho ensayos, seis novelas (quizá «Las consecuencias» sea la más destacada), tampoco tuvo descendencia. Su matrimonio con Urbano Carbonera fue profundamente infeliz. El esposo la contagió de sífilis y ella acabó internada en un manicomio del Cercado de Lima.
Rosa Arciniega –escritora, piloto de aviones y feminista que vestía con botas y corbata– sí fue madre. Tuvo una sola hija, Rosa Beatriz, que era muy pequeña cuando Arciniega escribió su primera novela, «Engranajes» (1931). La maternidad nunca fue un obstáculo para Rosa; de ahí que entregara libros tan peculiares como la novela distópica «Mosko-Strom» y que, en general, mantuviera una producción literaria y periodística muy aplaudida en su momento.
Madre también fue nuestra mejor poeta, Blanca Varela. Cuando nació su primer hijo, Vicente, ella y su esposo, Fernando de Szyszlo, habían pasado por una primera separación. Recuperaron estabilidad y se mudaron a Washington. Allí quedó embarazada de su segundo hijo, Lorenzo. Luego vendría el divorcio con el pintor y, años más tarde, el fatal accidente del avión donde viajaba Lorenzo. Para muchos, la tragedia aceleró la enfermedad cerebrovascular que, a la postre, acabaría con su vida.
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Otra poeta destacada, Carmen Ollé, ha sido madre una sola vez. Su hija, Vanessa, nació de la relación con el también poeta Enrique Verástegui. Los tres vivieron una temporada en París. Carmen confesó una vez que en esa época buscaba siempre salir, ir a reuniones, tomar una copa: «Era bastante joven, pero estaba con una niña pequeña y no podía desbandarme». La experiencia fue recuperada en la novela «Una muchacha bajo su paraguas».
La estupenda cuentista Pilar Dughi aprendió a combinar su trabajo de psiquiatra y su producción literaria (cuarenta cuentos, una novela) con la crianza de Sebastián, su único hijo. A él le dedica su primer libro, «La premeditación y el azar» (1989).
Laura Riesco, autora de «Ximena de dos caminos», no se consideraba a sí misma escritora, sino «una mujer que escribe». Quizá esa autopercepción explique su enorme dedicación a la familia. A los dieciocho se marchó a Estados Unidos y nunca volvió a radicar en el Perú. Tuvo tres hijas, Halina, Aída Amparo y Anna María. En su correspondencia personal, la presencia de las niñas es constante.
Hace poco le preguntaron a la argentina Dolores Reyes, cómo tenía tiempo para escribir siendo madre de siete hijos. Su respuesta es el mejor epílogo: «pude escribir con siete hijos, pero con ningún marido». //
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