Llegamos al club de campo en familia. Somos trece personas. Para mi hija Julieta, de casi siete años, es la primera vez. En realidad, es la segunda, pero el antecedente no cuenta porque entonces tenía apenas dos años y su memoria no fijó un solo recuerdo, además en aquella ocasión solo vinimos a pasar el domingo y usamos las instalaciones generales, esta vez nos quedaremos dos días de corrido en un bungaló. Julieta es la más emocionada del grupo, o la que más exterioriza su alegría. Ha pasado toda la semana contando los días que faltaban para venir al club de campo, y de hecho fue la primera en tener lista su maleta (en rigor hizo dos: una con ropa y otra con juegos de mesa, tantos que se necesitaría un mes entero para disputar al menos una partida de cada uno); ni siquiera la tirantez del tráfico de la Carretera Central, con toda su deprimente escenografía, ha rebajado su entusiasmo lo más mínimo.
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He venido más de cien veces a este club de campo, conozco cada uno de sus rincones, al menos los de la primera etapa. Cada vez que paso por Lima trato de huir de la ciudad y refugiarme en este bosque privado, respirar el aire sin smog, sentir la presencia contundente de los cerros aledaños, ver las estrellas salpicar la noche, recordar las veces en que el niño era yo y mis padres nos traían y se hacían responsables, como nosotros ahora, de que a nuestro paseo no le faltase nada.
Criar hijos es repetir ceremonias para que ciertas tradiciones mantengan su vigencia. Pienso en eso mientras mis hermanos y yo nadamos en la piscina acompañados de Julieta, cada uno en un carril, dando brazadas lentas, como hacíamos tantas décadas atrás, en una coreografía espontánea y hermosa, comparable quizá a la de una manada de caballos salvajes al inicio de su ciclo migratorio.
El resto del día, Julieta cumple con los otros ítems del libreto: montar a caballo, maniobrar la raqueta de pimpón en el salón de esparcimiento, subirse en los barquitos de la laguna, jugar cartas con sus abuelos, escuchar historias acerca de peligrosas criaturas nocturnas que podrían habitar esos parajes.
Y ya entrada la noche, reunidos en círculo alrededor de una hoguera, a unos cuantos pasos del bungaló, damos cumplimiento al ritual mayor y derramamos cera sobre unos leños partidos para ver el espectáculo del fuego. Entonces pinchamos unos marshmallows, los acercamos a las llamas, y alguien saca una guitarra para cantar temas de Silvio Rodríguez y Serú Girán, y de pronto somos la típica, predecible familia al pie de la típica, predecible fogata, y el cuadro no puede ser más obvio y, sin embargo, a ojos de mi hija resulta poderosamente nuevo y deslumbrante. En sus jóvenes pupilas de siete años, las altas columnas de fuego provocan un asombro desprovisto de todo lenguaje verificable (el mismo asombro del que habla la poeta Louise Glück: «miramos el mundo solo una vez, en la infancia. El resto es memoria»); solo en ese instante me doy cuenta de que uno recrea episodios escogidos de su pasado, no solo para transferirles a los hijos un tipo de conocimiento o de acervo, sino también para restituir esa otra vida vivida imposible de volverse a vivir. Uno arma fogatas para sus hijos y, de paso, para el niño que uno fue y que tal vez no calentó sus manos lo suficiente.
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Al día siguiente, el club de campo amanece con un profuso olor a eucalipto mojado y pan caliente. El sol nos envuelve antes de las diez y desde la puerta de la cabaña trazamos los planes para el resto del día. «¡Vamos a explorar la montaña!», ordena Julieta, y es tan fácil reconocerse en esas palabras que emprendemos de inmediato la expedición y por un momento siento que ella es la adulta, la guía, la que ha recorrido cien veces este camino que no conduce a ninguna parte.