Durante las vacaciones escolares, soy exclusivamente chofer de mis hijos adolescentes. Cualquier intención de continuar con mi rutina personal muere ahí mismo, en la intención. He dejado mis actividades físicas cotidianas en el abandono, no puedo literalmente ir a ninguna de las clases que me gustaría (como natación), he dejado de dictar clases de yoga porque no tengo dobles a disposición, pero, y aquí viene la bueno, he comenzado a ejercitarme en casa siguiendo a gurús virtuales del fitness.
Además, martes y jueves por la mañana tengo dos horas de tiempo muerto mientras mi hija se encamina hacia su sueño de ser actriz y lleva un taller de actuación en Miraflores. Como soy su chofer, tengo que llevarla y recogerla, y como no me da la vida para ir y venir a casa, me quedo por allá.
Primero pensé que emplearía ese tiempo en mí de diversas formas: caminar cuando me provoque, leer los libros que me he propuesto leer, visitar a amigos que vivieran cerca; pero luego se me ocurrió la brillante idea de bajar a Miraflores con Maui, mi fiel compañero can, y emplear ese tiempo en caminar por el malecón, mirando al mar, paseando a mi perro.
Qué brillante idea tuve.
Qué maravillosa dinámica he incorporado a mi vida: una vez que dejo a Antonia en sus clases –con Maui sobre brazos, porque el espacio donde son las clases tiene como política que los perritos no son bienvenidos–, busco un playlist especial para caminar (aunque, confieso, las últimas veces han sido solo Tusa una y otra vez, sin parar) y comienzo a hacerlo, sonrisa en rostro, bloqueador también. Como casi turista que soy, observo el espectáculo de Lima en el malecón.
Vaya espectáculo. Desde arriba, la danza de las olas, los innumerables surfers experimentado la increíble sensación de surcarlas –aunque usted, lector, no lo crea, esta temerosa mujer adoptó el surf como terapia ante sus crisis de ansiedad y fue absolutamente feliz– y el mar absoluto e infinito.
La vista me invitó a bajar.
Así que la primera vez y en gran día soleado, decidí caminar escalerillas abajo hacia la playa. Lo hice fácilmente, sin poco esfuerzo, y terminé con Maui en la Pampilla observando cómo dos solitarias mujeres tendidas sobre las piedras leían un libro. Yo pensaba: esto quiero. La próxima vez, además, me meto al mar.
Maui no podía contener la emoción y su curiosidad.
Caminamos hacia la bajada Balta porque era momento de regresar. El ejercicio de caminar en subida con ese calor fue tremendo, así que una vez de vuelta a la superficie miraflorina fui por un desayuno. Me senté en un café con espacio al aire libre, leí el periódico, descansé la agitación y fui plenamente feliz. Uno puede serlo con cosas tan simples como poner la energía en movimiento y abrir los ojos para encontrar lo bueno en la mira.
Decidí que esa sería mi nueva rutina cada vez que llevara a Antonia al teatro.
Es simplemente mágico: me he empezado a encontrar reiterativamente con personas desconocidas y he comenzado a descifrar sus rutinas, he descubierto pedazos de la ciudad que me eran completamente ajenos, camino sin parar más de una hora y sudo lo que nunca sudé antes, y lo más importante: me estoy quedando quieta para observarlo todo. Y todo –menos el tráfico– es bonito.
Así que si tienes tiempo de hacerlo, sal a caminar con vista al mar y tu música de preferencia. No lo dudes: quizás en esa salida encuentres la respuesta sobre el voto que necesita nuestro país mañana. //