Este libro no tiene desperdicio. Puede leerse como una memoria cinematográfica de la segunda mitad del siglo veinte, una carta pública de defensa, una exhaustiva crónica de Nueva York o un compendio de escenas desopilantes en la vida de uno de los directores de cine más singulares y queridos de todos los tiempos. Los fans reclamarán a Woody Allen haber dedicado tantas páginas al pleito judicial con Mia Farrow, su ex pareja, y a explicar por qué se considera inocente de la acusación por abuso sexual contra Dylan, la hija adoptiva de ambos. Las razones son comprensibles, tanto las del autor –dejar su verdad por escrito, como si de un testamento se tratase– como las de la editorial: rentabilizar con creces el morbo del escándalo.
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