Crónica de un ardoroso amistoso entre escritores peruanos y chilenos en Santiago. Foto: Archivo personal.
Crónica de un ardoroso amistoso entre escritores peruanos y chilenos en Santiago. Foto: Archivo personal.
Renato Cisneros

Invertimos los minutos de calistenia para sopesar con la mirada al equipo rival. Ahí estaban los chilenos, correctamente uniformados de negro, más altos en promedio, tocando balón con conocimiento de causa sobre el pasto sintético del complejo Soccer Pro del barrio de Ñuñoa. La coordinación de sus movimientos evidenciaba que, además de llevar buen tiempo jugando juntos, estaban en óptima condición física. Nada que ver con nosotros, que nos habíamos reunido hacía apenas una hora en las afueras del hotel Magnolia acusando resacas, lesiones, migrañas y jet-lag. Las camisetas que traíamos ni siquiera eran del mismo color. Lo único que teníamos en común, fuera de la nacionalidad y el oficio, era la misma sospechosa excusa a flor de labio: “No toco balón hace dos meses”.

Dos semanas atrás, el narrador y back central Sergio Galarza nos convocó a un grupo de escritores a un desafío pelotero que, en el marco de la Feria del Libro de Santiago, sostendríamos frente a un elenco conformado por directores y amigos de la editorial chilena Montacerdos. Desde luego aceptamos, convencidos de que había que prolongar la confraternidad literaria al ámbito deportivo y así atenuar, desde la madurez intelectual, ese tufo excesivamente belicoso de que siempre ha estado cargada la rivalidad entre la ‘Roja’ y la ‘Blanquirroja’, atizada en los últimos tiempos por el episodio del provocador grafiti chileno en vestuario peruano (“por aquí pasó el campeón de América”), nuestra clasificación y su eliminación al último Mundial, y el reciente triunfo 3 a 0 logrado por los muchachos de Gareca en Miami. No bien empezó el partido, sin embargo, con velocidad y pierna dura, los muchachos de Montacerdos nos hicieron ver que aquello no sería precisamente un amistoso. Sorprendidos por su tic-tac ofensivo, y mareados por el lacerante sol del mediodía, no lográbamos pararnos bien. En nuestra portería, el experto librero y sobrio guardameta Alfredo Lowi veía rebotar pelotazos en el travesaño. Galarza intentaba darle salida al equipo al lado de un tímido Juan Pablo Mejía, director del sello Paracaídas. A nuestro mediocampo y delantera les sobraba novela pero les faltaba poesía: Martín Roldán y Daniel Alarcón trasladaban el balón con dificultad, y tanto el espigado Ezio Neyra como el bullidor delantero que esto escribe fracasábamos a la hora del disparo. Cuando el primer tiempo finalizó íbamos 3-0 abajo.

Éramos una lágrima. Roldán pedía cambio, Galarza llamaba al orden, Alarcón se tomaba la rodilla. En los alrededores de nuestro arco las botellitas de agua vacías se contaban por decenas. Pero si carecíamos de aire para desequilibrar, nos sobraba pundonor, así que arrancamos la segunda mitad dispuestos a vender caro el pellejo. Antes se produjo un hecho simbólico: un emisario del Consulado peruano apareció para obsequiarnos camisetas con el escudo nacional. Era justo lo que necesitábamos: un estímulo patriótico. A partir de allí fuimos otros en la cancha, descontamos casi de inmediato y sin que los dueños de casa se dieran cuenta nos pusimos 2-3. Ellos reaccionaron y aprovecharon un error defensivo para ampliar el marcador 4-2, pero no pasó mucho rato antes de que volviéramos a vulnerar su red. Fue nuestro mejor momento: Lowi era una muralla, Alarcón corría como gacela, Neyra dominaba el panorama, Mejía devoraba la banda, Galarza cortaba los ataques y Roldán, pese a lucir exhausto, ganaba cada pelota dividida. No obstante nuestro esfuerzo, fueron ellos, maldición, quienes cantaron gol. Respondimos con un último tanto de cabeza que no alcanzó para igualarlos.

El 5-4 final dejó a los anfitriones satisfechos y a nosotros llenos de una frustración que un rato después sería disuelta a punta de abrazos, cervezas y ceviche. Antes de eso, amargo por la derrota pero sobre todo sorprendido por el alto despliegue atlético de los chilenos, propuse en voz alta someter a ambos elencos a una prueba antidopaje. En ese instante Martín Roldán me jaló a un costado y, con una confesión sincera acerca de los innombrables excesos de la noche previa, me conminó a desechar la idea. “No nos conviene”, murmuró. Entonces solo quedó levantar las botellas y brindar por la vecindad, el cariño, el pisco peruano y, cómo no, la futura revancha. //

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