La bandera más grande del Perú se luce en lo alto del cerro Alto Incahuasi, Comas. Homenaje bicolor por el bicentenario.
La bandera más grande del Perú se luce en lo alto del cerro Alto Incahuasi, Comas. Homenaje bicolor por el bicentenario.
Gonzalo Banda

La meritocracia en el Perú es un ar­tilugio que sirve de excusa para ocultar las paten­tes desigualdades de nuestra patria. No somos una sociedad de iguales, donde el mérito es cosecha propia del esfuerzo de cada ciudadano. Y tampoco es­tamos trabajando lo suficiente para allanar el acceso a igual­dad de oportunidades para to­dos. En el Perú del bicentenario hay dos enfermedades que se nutren vorazmente de nuestros abismos sociales y lastran nues­tras oportunidades de conver­tirnos en un mejor país: el argo­llismo y el centralismo.

Llamamos argollismo a la cultura popular de la defensa de la argolla. Y no denuncia­mos solo a la argolla, sino al ar­gollismo como movimiento, ese que celebra la obtención de favores para un grupo de privi­legiados. El argollismo justifica desacatar leyes, saltearse procedi­mientos y beneficiarse de favores indebidos gracias a que se forma parte de un mismo cogollo. Para los defensores del argollismo, to­dos estamos acostumbrados a que esa sea la manera normal de vivir en nuestra comunidad política. “El que puede, puede” es el lema del argollismo. Una especie de darwi­nismo ciudadano que en el Perú es cierto como el día que sigue a la no­che. En este país, donde el Estado te abandona a tu suerte persiguiendo balones de oxígeno, ese darwinis­mo ciudadano termina siendo una ideología que la realidad te impo­ne. Si no perteneces a la argolla, es más difícil hasta sobrevivir. Como lo recordaba Paolo Sosa, la argolla es una institución cuya solidez ya quisieran tener otras como nues­tra Constitución. El argollismo es nuestro pecado capital, convive con otros parientes cercanos como el racismo y el segregacionismo. Y aunque hay argollismo en todo el mundo, el peruano es ostento­so. No le basta con el privilegio, lo presume. No sabes con quién te has metido. ¿Sabes quién es mi pa­pá? Mañana mismo te quedas sin chamba. Aló, general, mire, tengo un problemita aquí con un oficial de la policía, disculpe, ¿cuál es su nombre para avisarle al general?

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Pero nuestro argollismo extien­de su influjo desde muy tempra­no. Comienza en algunos cole­gios y luego pasa a perpetuarse por las universidades, terminado de llegar después a los centros laborales que solo contratan al personal egresado de ciertas uni­versidades. Si te cupo la fortuna de estudiar en aquellos colegios, pudiendo tener acceso a ciertos exámenes y certificaciones in­ternacionales, eres un privile­giado. El argollismo educativo ocurre en todo el planeta como lo ha descrito bien el profesor Mi­chael Sandel en su último libro, instaurando lo que ha llamado la tiranía del mérito. Pero hay algo que hace más sectario al argollismo peruano, su carác­ter militantemente centralista. Los colegios y universidades de élite están concentradas en una ciudad: Lima. Si estudiaste en al­gunos colegios y universidades limeñas, tu oportunidad de acce­der a mejores trabajos e incluso a mejores oportunidades de estu­diar fuera del país y de conseguir un mejor crédito educativo u ob­tener becas es estratosféricamen­te superior, comparada con la po­sibilidad de obtenerlos si vienes de alguna universidad del resto de regiones del país.

El mito meritocrático en el Pe­rú se asienta sobre terreno muy empantanado. Si algunos niños en Azángaro tienen que trepar a un cerro a más de cuatro mil me­tros de altura para obtener señal telefónica para recibir sus clases, no es porque estén demostrando una rebelión ante la adversidad (que lo hacen), sino que mani­fiestan un descarnado retrato de nuestras desigualdades sociales. En el Perú, el mito del ‘self-ma­de-man’ se cumple usualmente en Lima. Los provincianos que desean progresar se ven arroja­dos centrífugamente desde sus regiones hacia la capital, sea por necesidades remunerativas, sea por ambiciones educativas. La fuga de talento humano en regio­nes es la diáspora más continua que eterniza el dínamo centra­lista de la patria.

¿Qué Perú deseo hacia el bicentenario? Un Perú sin ar­gollas y descentralizado. Una utopía ciertamente. ¿Por dón­de empezar? Una primera res­puesta es iniciar por digerir los problemas nacionales desde mayores miradas regionales. Urge apilar miradas regiona­les que creativamente denun­cien los males sociales que enfrentamos. Haber sufrido y tenido que lidiar con estas desigualdades les permite a muchos compatriotas en re­giones disputar las interpre­taciones limeñas. La argolla y el centralismo también han crecido gracias a la ausencia de estas miradas regionales que puedan desafiar las versiones oficiales de nuestros dramas.

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En general, la ausencia de élites regionales a lo largo de todo el Perú se ha hecho cada vez más evidente. ¿Cabía es­perar entonces que un movi­miento regional se alzara con la presidencia? En absoluto. Será el primer movimiento re­gional convertido en partido político nacional en colocar un presidente de la República. En el mundo de la política de re­giones, donde no hay reglas es­critas y donde muchos señores feudales se disputan territorios como pandillas, creció aquel movimiento regional. La leyen­da casi parece insuperable, es el mito prometeico en desarrollo: un maestro de escuela rural que llega a la presidencia apoyado por comunidades campesinas y ronderos. Sin embargo, este proceso de conquista del poder político no tiene ni la genealo­gía social de los proyectos de tomas de tierras en Cusco, ni los elementos democratizadores del ascenso de nuevas clases políticascampesinascomoocu­rrió en el siglo XX en Puno. La ausencia de proyectos naciona­les concebidos desde nuestras regiones no deja de ser tal, solo con la aparición de Perú Libre.

Un país del tamaño del Pe­rú, con una capital que devora geopolíticamente al resto de regiones, está condenado a re­correr el laberinto de Asterión, y tarde o temprano tendrá que aceptar el hecho cierto de que se enfrentará al minotauro. Es el destino fatal de la promesa de la vida peruana si continuamos sin construir instituciones polí­ticas inclusivas en las regiones. La miopía centralista siempre está llena de excusas y propone la inamovilidad política cuan­do no, la recentralización. El proceso de descentralización requieremejoras, perotambién reanimación. Si algo demos­tró el debate de Chota, es que cuando hay voluntad política, siempre se puede. El país del bicentenario no puede dimitir de su aspiración de construir tejidos regionales funcionales que poco a poco nos entreguen un territorio más saludable. No podemos eternizar seme­jantes fracturas geopolíticas, condenándonos a vivir de so­bresalto en sobresalto, para en­contrarnos con el minotauro, con la argolla centralista que descuartiza la frágil condición ciudadana. //

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