ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Lorena Salmón

No puedo continuar con este deporte en condiciones climáticas como las que estamos atravesando actualmente. También la guitarra: no recuerdo ni un solo acorde. Y todavía dejo abierto cualquier cajón, puerta o recipiente que abra. Siempre he sido de probar y dejar, volver a probar y seguir avanzando, así en una búsqueda infinita e incansable.

Empecé, tanto la natación como la guitarra, con gran entusiasmo y compromiso de constancia, pero el dejarlo todo abierto es una condición que no solo irrita a mi marido, sino que nuestros hijos copian la misma conducta. Y la responsable directa es, a ojos de mi pareja, quien escribe.

Además, soy la causa absoluta de grandes desmadres: se me ha chorreado de todo, cremas de todo tipo, champús, colonias, remedios pegajosos.

Según él, no cerrar las cosas es una gran metáfora de cómo llevo mi vida. Para ser sincera con todos, pocas veces he mantenido constancia en alguna disciplina.

Bailé con Morella Petrozzi cuando tenía 20 años y no sabía nada de la vida. Duré algo más de tres meses. Aún no sé nada de la vida.

Hice kung fu con un grupo de universitarios menores en lo que debe de haber sido el entrenamiento físico más exigente al que he sometido a mi cuerpo. Luego de seis meses de sufrimiento, salí corriendo.

También, durante un tiempo, se me dio por surfear olas con una tabla grande color celeste vibrante y una flor morada en el centro.

Un buen día me cayó la tabla encima, sin más daño que a mi sistema nervioso, porque luego del incidente cada vez que iba con intenciones de correr olas, me comenzaba a doler la barriga.

En pocas ocasiones he permanecido en algo, más allá del yoga, que practico desde hace varios años.

Me gustaría tener la determinación que tiene mi hermana para cumplir desde pequeñas tareas hasta retos realmente complejos, porque las cosas se hacen bien y se tienen que terminar. Llevar una agenda con listas de cosas por hacer y poner un check cada vez que lo consiga puede ser un comienzo.

Pero no soy así de prolija. Qué va.

Me engrío, me da miedo, espero que alguien venga a hacerlo por mí.

Para ponerles un ejemplo: el otro día, aún de viaje, en pleno matrimonio, con vestido de fiesta y maquillaje profesional, me llegó un mensaje a mi WhatsApp. Era sábado, 9:30 p.m., en África; en Lima, seis horas menos.

El telegrama decía que me faltaba pagar la última cuota del viaje que mi hijo mayor tenía que hacer horas después.

Mi cerebro se bloqueó con la culpa

–mala mamá– y me puse a llorar.

Mi esposo arregló el asunto en minutos con una simple transferencia bancaria.

Quizás esa haya sido la dinámica de mi vida siempre, dejar que los demás hagan por mí, tomen decisiones por mí, me definan; quererme de acuerdo con cuánto me querían los demás, aprobarme si ellos lo hacían.

Dejar que la vida pase por encima, sin tomar acción ni responsabilidades.

Pero tampoco es para darse con palo ni con palito.

La buena noticia es que siempre hay oportunidad de mejorar. Así como nos establecemos metas a nivel profesional, también podemos tener objetivos personales, a corto plazo, medibles, que nos permitan observar y dar la oportunidad de enfocarnos en lo que queremos, poner toda nuestra atención y energía en conseguir lo que buscamos. Es una buena forma de enfrentar la vida: buscando cumplir sueño tras sueño, paso a paso, intención por intención.

Por ejemplo, lo último que me he propuesto es aprender un idioma más. Manos –o, mejor dicho, lengua– a la obra. //

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