La otra tarde, en medio de una carretera, desde el asiento trasero del auto, instalada en esa silla que ya le queda chica, mi hija hizo una pregunta a bocajarro: «¿Cuántos años tiene la Tierra?». Ni mi esposa ni mi suegra ni yo supimos qué contestar. Después de unos segundos, para romper el incómodo silencio instalado, me atreví a decir: «Tiene todos los años del mundo», sabiendo que se trataba de una respuesta chapucera, distractora, que no colmaba las expectativas de la interrogadora. Mi temor era que, por la noche, mi hija le consultara lo mismo al Google Home y el aparato nos dejara mal parados contestando con inmejorable precisión: «4.543 millones de años».
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Me pasé el resto del camino pensando en la importancia de esas oceánicas preguntas infantiles y al cabo de un rato concluí que, más allá de datos y cifras, lo que esas preguntas buscan es figurar un universo, darle unas dimensiones y límites imaginarios. A mi hija, más que saber la cantidad exacta de los millones de años que tiene la Tierra, le sirve identificar la categoría en que puede hacerla encajar: «vieja», «mayor», «adulta», «grande», «antigua».
Es curioso, pero sobre todo triste, el modo en que los humanos agotamos gradualmente nuestra curiosidad a medida que vamos poblándola de información. De niños estamos invadidos por las dudas y actuamos como detectives voraces, pues casi todo representa un misterio no develado, en cambio de adultos nos llenamos de certezas y opiniones aburridas de las que ni siquiera nos damos el trabajo de desconfiar. Mientras los niños formulan preguntas insaciables y viven en continuo espíritu de búsqueda, los adultos soslayamos el tamaño de nuestra ignorancia y nos atrincheramos en lo que creemos saber o recordar. La poeta Louise Glück escribió: «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia; el resto es memoria». Mirar es un verbo precioso justamente porque supone un acto infantil, aunque no siempre inocente. Mirar es algo que aprenden los niños y olvidan los adultos. Ese día mi hija miraba a través de la ventana del auto cuando lanzó esa pregunta cósmica que nos dejó mudos: «¿Cuántos años tiene la Tierra?».
No era, por cierto, una interrogante aislada. Días atrás ya nos había arrinconado con otras interpelaciones complejas acerca de la creación del hombre, la mujer, los animales y los mares. Diría que, en general, atraviesa una temporada huracanada de preguntas: preguntas sobre la desnudez, la muerte, el futuro, el pasado; sobre los bisabuelos que no conoció, los primos que viven lejos; preguntas sobre el espacio exterior, los ciclos de la luna, los perros, los gatos, los aviones, los árboles.
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Ante esas impredecibles lluvias de preguntas nuestras posibilidades estadísticas de acertar y de fallar son las mismas. Por eso, mi esposa y yo tratamos de responder con cuidado, despacio, mirándonos para evitar contradecirnos, sabiendo que si nuestra hija encuentra confusa o sospechosa nuestra contestación la voz dirimente la tendrá… el tirano Google Home.
Cuando respondo alguna pregunta de Julieta, soy consciente de que muchas de mis palabras, sino todas, quedarán fijas un buen tiempo en su cabeza. Si la mente de los niños es una casa nueva y vacía donde todo está por estrenarse, las respuestas que damos los padres (o dejamos de dar) son algo así como los primeros muebles y estructuras con los que esa casa va afirmándose y decorándose. Los sofás, las columnas, los espejos, las vigas, las puertas, los dinteles, la cama. Es muy posible que más adelante los hijos cambien esos muebles y estructuras por otros que les gusten más, que vayan más con su estilo o que les resulten más útiles —ojalá sea así—, pero hasta entonces esa será su escenografía cotidiana.
Este lunes mi hija cumplirá seis años. Qué largos, qué cortos, qué maravillosos han sido. Quizá es esa la respuesta para la pregunta elevada que nos hizo la otra tarde. Quizá la Tierra tiene seis años. //
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