20 kilos. Ese es el número de kilos que subí durante mi embarazo; básicamente me comí el mundo. 23 kilos. Ese es el número de kilos que bajé después de dar a luz; básicamente mi hija me comió junto con el mundo.
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Me sentía regia sin necesidad de hacer nada: solo tenía que dar teta y encima podía comer lo que me daba la gana. Hasta que un día me vi al espejo y me asusté: me habían succionado la vida, la piel, el cuerpo, la luz que tienes para demostrarle al otro que respiras. Se me caían los polos, los pantalones y hasta el calzón.
Perdí mis piernas, mis tetas, el poto y –sin exagerar– hasta la forma de mi cara. Así que sí: durante los primeros meses de dar de lactar estaba flaca, pálida y encima se me caía el pelo. Miss Perú era una payasa a mi costado. Entonces tomé la decisión de subir de peso, de parecerme un poco a lo que era antes: una mujer que no llega a los mil seguidores en Instagram, pero que tiene lo suyo.
Fui probando de todo: videos en YouTube, entrenar en un parque, salir a correr, improvisar sola en mi casa (mientras me hacía un café y respondía mensajes de WhatsApp) hasta que un día encontré un lugar que llamó mi atención, Boost: Cycling y functional. Si está en inglés, debe ser bueno ¿no?
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Llegué, me subí a la bici con torpeza, la instructora se presentó y comenzó a decir cosas bonitas como que es tiempo de dejar ir, es hora de llenarse de energía, que solo eres tú y tu bici. Suena la música y pedaleo como si realmente fuese llegar a algún lado.
Y estoy agotada. Miro alrededor y nadie se ve tan cansada como yo. Y veo sus piernas moviéndose tan rápido que dudo si yo estoy entendiendo el asunto. De pronto, siento mis propias gotas de sudor cayendo por todos lados. Me suda la frente, el pecho, los brazos, las piernas. Me suda el alma.
Y la música suena más fuerte y la mujer que dicta la clase nos pide que nos pongamos una intención. Nos dice que es momento de recordar que somos buenas madres, buenas mujeres, buenas esposas, buenas hijas. ¡Uf! Esto es mejor que ir a un taller de Tony Robbins. Y vuelo. Y canto (en realidad estoy gritando) y hago algo parecido a bailar. Y pim, pum, pam. Imparable. Veo mi reloj y solo han pasado 10 minutos y he quemado 70 calorías, pero qué importa. Sea donde sea que mi mente está yendo ¡Allá voy!
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Y cuando me doy cuenta ya no estoy pensando. Y noto que ya no se trata de la forma de mi cuerpo, de lo que subí, lo que bajé, lo que perdí, ni de lo que quería recuperar. Se trata de botar mis malas noches, todas las veces que me dije a mi misma que no soy una buena madre, de todas las veces que hablé como una histérica en casa, de las veces que perdí el control. Se trata de sudar para resetear. Y realmente entendí la importancia de darte un tiempo para ti (seas mamá o no). No hay nada más limpio que una desintoxicación mental, emocional y física.
Además, por fin me puedo poner –sin pensar que se me va a caer– un calzón.
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