Lo primero que hice apenas llegó fue cambiarle de nombre. Se escapó por una ranura del garaje, cruzó la calle y se detuvo a hacer sus necesidades en el jardín del edificio de enfrente. Al lado, un grupo de universitarias lo observaba con una mezcla de ternura y asco. Desde la otra vereda, intenté por todos los medios captar su atención (la del perro), pero me rehusaba a llamarlo por el nombre que le había dado la tía que nos lo obsequió. Ningún perro del mundo, pensé, merece llamarse Copito, por muy menudo, lanudo y blanco que sea. Con aspavientos, le grité: “¡Huesos!, ¡Huesos!” (un tributo a Mister Bones, el can metafísico de Tombuctú, la novela de Paul Auster), sin que el perro se diera por aludido. No me quedó más alternativa que ir por él y aprovechar para disculparme con las chicas, en lo que más pareció una burda estrategia de abordaje.
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