Escribo esto a punto de abordar el avión que me regresa de Medellín a Lima. Llegaré mañana por la madrugada y el lunes temprano parto hacia Madrid. Tengo el tiempo justo para votar. Podría haber hecho conexión de otra manera, pagar mi multa y ahorrarme el trámite electoral, pero esta vez, como muy pocas, tengo ganas de votar. En serio. No digo que esté emocionado ni que cuento las horas para estar ya en la cámara secreta, pero tengo deseos de participar, de intervenir, de optar, de tener vela en este entierro.
A pesar de la apática campaña que hemos soportado, a pesar de las propuestas inconsistentes y los debates insufribles, quiero tomar esta elección como una oportunidad. Nuestra oportunidad. La oportunidad de diferenciarnos de todos aquellos que nos repelen y decepcionan. Si no somos como ellos, probémoslo, usemos nuestra única herramienta y expresemos nuestra opinión. Suena a recomendación de vocero de la ONPE, pero no hay otra alternativa. La queja vía redes es bacán a la corta, pero infructuosa a la larga. El voto funciona al revés: da la impresión de que no varía nada, pero pesa y suma. Más de lo que creemos.
Después de casi diez meses políticamente catastróficos; después de ser defraudados/traicionados por cada uno de los poderes del Estado; después de ver a un presidente-lobista renunciar arrinconado por la oposición pero también por sus malas decisiones, salvándose de la vacancia pero no de la vergüenza; después de ver a tantos congresistas defendiendo delincuentes, mimetizándose con ellos, haciendo del Parlamento un lugar que, más que disolver o reformar, provocaría francamente derruir; después de ver (y oír) a jueces, fiscales, magistrados y consejeros arreglar puestos o sentencias para acabar siendo despojados de sus antifaces y puestos al descubierto como los ‘cuellos blancos del puerto’; después del estallido de los escándalos de Lava Jato y Odebrecht, que siguen en curso, que no terminan de aclararse; después de todo ese huracán de corrupción dándonos en la cara y arrasando a su paso con lo poco decente que quedaba en pie, solo queda preguntarnos: ¿nosotros, los ciudadanos, también somos de esa calaña? ¿Actuaríamos así si tuviésemos un mínimo de poder? De hecho, tenemos poder y mañana es el día para demostrar que sí sabemos ejercerlo.
Es cierto que votar es un acto al que la ley nos obliga, y que si fuera opcional habría enorme ausentismo en las urnas debido al trajín que exige la jornada de votación pero sobre todo al profundo desinterés que la política despierta entre la población. Podría jurar, sin embargo, que detrás de esa gran abulia e indecisión que han venido denunciando las encuestas subyace un deseo profundo, no sé si unánime pero sí mayoritario, de refundarlo todo: la sociedad, la clase dirigente, el país. Todos queremos vivir en un mejor lugar pero nos quedamos quietos. Llega un punto en el que no basta con pedir ‘que se vayan todos’, sería valioso también decir ‘hagámoslo bien’.
Empecemos eligiendo hoy a candidatos que, además de tener planes coherentes, nos inspiren confianza, un valor que ya nadie se anima a encarnar por miedo a incumplir. En el caso de los votantes de Lima, pensemos además que el próximo alcalde será el alcalde del bicentenario y, para celebrar la que debería ser una fiesta integradora, tendrá el reto de darles a los casi diez millones de habitantes de Lima eso que ningún alcalde les ha podido dar hasta ahora: inclusión. Lo que hoy nos mata es la delincuencia, pero lo que nos viene destruyendo hace siglos es el odio, el privilegio para unos cuantos, el trato desigual, el menosprecio por la vida de un ‘otro’ que bien podría ser ‘yo’.
La de mañana parece otra elección más pero no lo es. Lo vivido este 2018, la actual coyuntura, el hartazgo reinante y la posibilidad de cambiar de verdad hacen que sea una elección distinta y en un sentido definitiva. Ojalá que el lunes amanezcamos sin resaca moral. Si no felices, al menos satisfechos. //