María José Osorio

Lo conocí en la playa de toda la vida, hace 17 años. Una noche fresca, al costado de una fogata, nos encontramos y dejamos de estar solos. Era inteligente, divertido, rebelde y entrañable. Yo hice mi mejor esfuerzo por seguirle el ritmo. Hablamos horas, sin parar, como si se fuera a acabar el mundo y estuviéramos haciendo inventario. La conversación que empezó en la arena terminó en mi casa, donde acabamos la botella de algún licor dulzón preocupantemente barato y nos despedimos con la absoluta certeza de haber encontrado oro.

Mi mejor amigo se ganó ese título a pulso. Me enseñó a amar a Charly, Spinetta, Queen.

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Fuimos juntos a mi fiesta de promoción, vimos el amanecer en la Plaza de Armas y perdimos 50 soles en un casino porque era lo único abierto a esa hora. Sabíamos el número fijo de nuestras casas. Me fue a buscar al colegio de mujeres en su BMW amarillo causando revolución. Sé cada una de las canciones del disco de su banda. Estuvo ahí en todos los comienzos y finales de mis relaciones. Cantó en mi boda. Cargó el féretro de mi padre.

Mi mejor amigo es gay. Salió del clóset conmigo hace un poco más de una década, cuando llevábamos cinco años siendo amigos cercanos. Yo estaba moviéndome apurada de vuelta a casa después de un día agotador de trabajo cuando entró su llamada. Después de unos minutos de generalidades anunció “tengo algo que decirte” y la confesión vino, sin mayores enredos, unos segundos después.

Recuerdo haber sentido una alegría inmensa por como el aire se acababa de despejar entre los dos. Me sentí privilegiada, también, porque esta no era una noticia de primera plana, era algo que se compartía con un grupo exclusivo de personas, un secreto a guardar y cuidar porque al igual que la energía nuclear, es poderoso, y en las manos equivocadas, puede producir devastaciones.

No pude evitar pensar en todo el kilometraje de conversaciones que ya llevábamos recorrido y, sin embargo, había toda una parte de él, una vértebra, una bóveda a la que yo recién accedía. Me aclaró que no lo dijo antes porque tenía miedo de que las cosas cambiaran entre nosotros y eso me partió el corazón. Éramos hermanos y, aún así, él había dudado. No puedo imaginar ese dolor y esa ansiedad. Cargar con la incertidumbre de que algo tan básico, tan humano como lo es quién te gusta o amas, pueda generar un cisma con la gente que quieres.

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Aprendí, además, que nunca se acaba. Nunca se termina de salir del clóset porque siempre hay alguien nuevo que pide explicaciones, porque con solo existir y querer no alcanza.

Mi mejor amigo se casó este año con el hombre que trajo paz a la revolución constante de su cabeza y con quien llenaron una casa de color, Tay-lor Swift y perros salchichas. Se casó en Estados Unidos, en una breve ceremonia rodeado de hermosas montañas nevadas, pero sin familia ni amigos porque era todo muy complicado. Fue así porque en su país, donde es constantemente nombrado como mejor profesor por sus alumnos, donde paga sus impuestos, saluda vecinos y construye una vida colmada y luminosa, no puede casarse. Pocos conocen bien quién es él, pero todos parecen tener una opinión sobre su vida. Él solo ama a alguien y el mundo lo hace complicado.

Hace unas semanas viajé a Arequipa a despedirme de aquella casa de playa donde empezó nuestra historia. Él no tenía que hacerlo pero, por supuesto, se ofreció a llevarme. Nos sentamos en la terraza soleada con una cerveza y me rodeó con su brazo cuando rompí a llorar por tener que despedirme de un lugar que es parte de mis cimientos. Miramos el mar y recordamos esa noche que ha durado 17 años y entendimos cuánto hemos cambiado y cuánto no. Él sigue igual de inteligente y divertido pero ahora es más feliz. Diría que es menos rebelde, pero en un mundo rancio que cambia lento, la felicidad es una rebelión.

Mi mejor amigo es realmente el mejor amigo y yo volví a sentirme afortunada de ser alguien con quien siente que puede ser él mismo. Porque quien es, es maravilloso. //

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