En alguna clase de 1991, quizá Ciencias Naturales o Historia Universal, mi gran amigo Fernando Takano me alcanzó un casete Crown en el que había escrito con cuidada caligrafía “Skid Row”. “Escúchalo, está pajita”, fue su recomendación. Llegué a casa, lo puse en el minicomponente –así se llamaban unos armatostes que tocaban tanto cintas como CD– y en 5 minutos mi ingenuidad musical murió por siempre.
Fue un velorio feliz. Los discos de tontirock, pop latino e incluso las joyas que mi viejo había coleccionado en LP pasaron a ser reliquias de un pasado que empecé a negar como si mi buen nombre dependiera de ello. Y a cambio recibí un cóctel de distorsión y destrucción que empataba perfecto con mi estado hormonal, sentimental y, cosa curiosa, con la realidad nacional de nuestro malhadado país.
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Ciertos gustos, ciertas intuiciones, ciertos reparos, empezaron a convertirse en identidad. Había una música compuesta precisamente para expresar rabia, para gritar y golpear. Pero no era un gusto sencillo ni amable con los advenedizos: las escalas melódicas eran neoclásicas; los arreglos armónicos, complejos; la técnica podía llegar a ser extremadamente difícil; y la única virtud plausible era la rapidez.
El metal era una sinfonía con overdrive, pero también una estética tribal: pelo largo, jeans apretados, casacas de cuero. Las paredes del cuarto que compartía con mi hermano empezaron a llenarse de afiches: Metallica, Anthrax, Slayer, Megadeth, Sepultura. Las pocas revistas que circulaban pasaban mano en mano con información secreta que hoy se conseguiría con un par de clics, pero en aquella época el contenido de calidad era escaso y circulaba con mística. Algunos iniciados eran reconocibles fuera del colegio: en Galerías Brasil, donde íbamos en busca de hallazgos; en conciertos como el memorable Sudamérica Trash Core Death II; en algunos bares de Barranco y el Centro que construían un circuito paralelo mínimo.
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En esto pensaba cuando le dije a mi familia que era imperioso ver Metal Lords en Netflix. Para mi esposa, que ve tele en volumen 6 de 50, no era la primera opción. Para los dos chicos, peor: sueñan con Fortnite, Marvel, vacaciones y fútbol, pero no con baterías de doble bombo ni con guitarras eléctricas. No tuvieron mucho tiempo para dudar, pronto el secreto se desveló frente ellos: me vieron con ojos brillosos y una sonrisa intacta explicar todas las referencias y tararear todas las canciones que acompañaban, por los amargos caminos de la educación sentimental, a los tres gansos protagonistas de la peli.
Si es buena o no, importa poco. Lo clave es qué evoca y qué propone. Por eso, si el lector pasó media juventud discutiendo si Kill’em all era o no mejor que Master of Puppets, o si Mustaine compuso mejores riffs que Hetfield, o si hay una canción más hermosa en el mundo que Hallowed be thy name, o si el verdadero genio de Guns N’ Roses era Izzy Stradlin y no Slash, digo, si estos debates fueron determinantes en primaria o secundaria, busque Metal Lords en Netflix y conmuévase (y si no, véala igual para que sepa qué se perdió). //