Hace cincuenta años, en setiembre de 1973, mataron a Víctor Jara. Ocurrió en el estadio Chile (hoy rebautizado con el nombre del cantautor), cuatro días después del golpe ordenado por Augusto Pinochet. Decir que lo mataron, siendo correcto, suena a poco, dada la brutalidad con que actuaron sus torturadores, oficiales militares que se ensañaron con quien se había convertido en el trovador de la revolución socialista que Allende pretendió llevar a cabo.
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«¡Así que vos sos Víctor Jara, el cantante marxista, comunista concha de tu madre, cantor de pura mierda!», le vociferó en la cara un oficial conocido como ‘El Príncipe’, de acuerdo con el relato del abogado Boris Navia, uno de los que caminaba en la fila de prisioneros detenidos en el mismo lugar. ‘El Príncipe’ le asestó a Jara incontables puntapiés en el abdomen, además de golpes en la cabeza con la culata de su arma. «Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas», asegura Navia.
Otros oficiales lo obligaron a fumar y a rasgar su guitarra después de machacarle las manos, sin dejar de insultarlo ni burlarse de él. En su libro «La vida es eterna» (título alusivo al célebre verso de la canción «Te recuerdo, Amanda»: «la vida es eterna en cinco minutos»), el historiador Mario Amorós desmiente la versión que asegura que a Jara le amputaron las manos. Para ello, se basa en una declaración que diera a la revista «Triunfo» la esposa del artista, Joan Jara: «Estaba absolutamente desfigurado [...], lleno de sangre, lleno de hoyos de balas, en una posición muy distorsionada, las manos estaban como crispadas y su cabeza llena de sangre, machucada, tenía sus ropas, sus pantalones, sobre los pies, el cuerpo interior todo hecho pedazos con cuchillos…». Según informes judiciales, Jara presentaba cincuentaiséis fracturas y cuarentaicuatro orificios de bala: dos en la cabeza, seis en las piernas, catorce en los brazos y veintidós en la espalda.
El lunes de esta semana, se dio a conocer que la Corte Suprema de Chile condenó a siete exmilitares chilenos por el secuestro y homicidio de Víctor Jara, uno de los cuales se suicidó el martes para evitar ir a prisión. La noticia de la condena sin duda consuela a los familiares, amigos y seguidores del artista, pero a la vez deja flotando la inescrutable pregunta de si la justicia es tal cuando llega a destiempo.
Hace dos semanas, el Poder Judicial peruano aplicó sentencias de entre ocho y quince años a dos exoficiales y dieciséis soldados acusados de ejecutar a treintainueve comuneros de Cayara, Ayacucho, en 1988. ¿Qué es exactamente lo que la justicia repara cuando sus representantes se pronuncian treintaicinco años después? Hay varios similares. Más de tres décadas debieron esperar los hijos del periodista Hugo Bustíos para ver condenado al autor del crimen de su padre, así como las familias de los estudiantes de La Cantuta desaparecidos por mano militar en 1992 en unas fosas de Cieneguilla y cuyos restos recién pudieron hallarse a mediados de 2022 en Inglaterra, en el Archivo Forense de Birmingham.
Se suele atribuir a Martin Luther King aquello de «Justicia que tarda no es justicia»; otros afirman que la idea es de Mr. John Musgrave, prócer de las leyes británicas que en 1646 decretó: «La tardanza de la justicia es una gran injusticia»; esa frase, sin embargo, no hace más que parafrasear la máxima establecida muchísimo antes por el filósofo cordobés Séneca: «Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía».
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Desde luego, es preferible que la justicia llegue con retraso a que no llegue nunca; pero ninguna sociedad tiene por qué normalizar esa dilación. Así como muchos asesinos se despiden de este mundo sin haber experimentado la cárcel que merecían, miles de deudos se mueren de amargura al ver cómo la negligencia estatal favorece la impunidad ajena.
Cuando no se aplica en plazos razonables, la justicia que en su día debió ser punitiva puede acabar siendo únicamente decorosa, simbólica. Y eso no está bien. Solo con un acceso oportuno a la justicia se honra el derecho al cual Víctor Jara le compuso una de sus canciones más hermosas: «El derecho de vivir en paz». //
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