Los niños ya no sonríen cuando visitan a Papá Noel. Tal es la conclusión de un estudio pseudocientífico desarrollado en el año 2003 por el profesor John W. Trinkaus del Zicklin School of Business de Nueva York. El trabajo de campo supuso la tediosa observación de las reacciones infantiles de cientos de niños ante honrados señores gordos y barbones que se ganan los frejoles en una Navidad.
Si bien la investigación fue distinguida por su originalidad, el reconocimiento se hizo en el marco de los premios anti-Nobel, rubro que destaca las investigaciones que reconocen el parentesco entre la genialidad y la estupidez. Esto no hace menos valiosas las conclusiones del trabajo: el endurecimiento de la sociedad ha producido una pérdida de la inocencia infantil. Los niños, frente a una pantalla, están creciendo demasiado rápido. Por eso, en el estudio, se reporta que los niños observaban con incrédula neutralidad, casi desinterés, al viejo regalón. Sus padres, en cambio, evidenciaban emoción y alegrías nostálgicas.
Tengo un hijo que desde esa meseta de primeros descubrimientos que suponen los seis años empieza a cuestionar la existencia real del anciano de rojo. Se apoya, para empezar, en la ubicuidad del personaje. ¿Cómo es posible que esté en Wong y en un semáforo al mismo tiempo? Luego siguen los primeros atisbos de acuciosidad: el algodón desprendido del mentón, las Nike que se revelan debajo de una falsa bota de cuerina. Cierra el escepticismo los comentarios de sus amiguitos cuyos padres, sucumbiendo ante el estrés financiero de cumplir con las expectativas, han optado por confesar. Aunque luego se cruza con un Papá Noel profesional, los hay, y vuelve a creer. “Su barba era de verdad: la jalé”.
El mejor y peor argumento para creer en el personaje sucedió en 1932 en Arizona. Se le ocurrió, tenía que ser, al editor de un periódico. Anunció en el diario que Papá Noel descendería de los cielos una tarde de diciembre para repartir regalos entre los niños. Ya tenía contratado al paracaidista profesional que haría creíble el prodigio.
El día del salto el paracaidista era inubicable. Se le encontró vestido de rojo y completamente ebrio en una barra local. Miles de niños ya estaban esperando en el lugar anunciado de la visita. El editor tuvo una idea: conseguir un maniquí, vestirlo de rojo, ponerle barba y un paracaídas y lanzarlo desde el avión. Así se hizo. El problema es que el paracaídas nunca se abrió. Horrorizados niños vieron cómo Papá Noel se estrellaba en caída libre, partiéndose el cuerpo en pedazos. Parecía que llantos, gritos y desesperación serían el único recuerdo de esa Navidad miserable. Pero no.
Para atenuar el trauma se dio entonces una masiva irrupción de padres en tiendas de juguetes. Buscaban algún consuelo material que aliviara la terrible visión de los pequeños. Los hijos aceptaron de buena gana la transacción emocional, y padres e hijos estuvieron más unidos que nunca en memoria del anciano que venía del Polo Norte.
Fue una Navidad cálida y provechosa.