Hace algunos días atrás, me invitaron a dar una charla en La Chakra, el laboratorio de innovación de Pacífico Seguros: la idea era que comparta con los asistentes mi historia personal. Debía contar la historia acerca de cómo, de ser una consolidada periodista de moda, decidí comenzar de cero y tirarme literalmente a la piscina con ropa y todo y apostar por generar una plataforma dedicada al bienestar. Esta fue la historia que conté:
Comenzaré en el año 2010, que fue cuando, sin tener mucha idea de qué pasaría, con absoluto terror al fracaso, aposté por el emprendimiento personal.
Trabajé en una empresa de belleza como redactora creativa con excesivo tiempo libre y decidí emprender mi primer intento de independencia: iba a renunciar a un trabajo de oficina con la calma económica como beneficio principal para aventurarme en la deliciosa incertidumbre del trabajador freelance.
Decidí vivir del blog de moda que venía escribiendo para un periódico local y hacerme dueña del proyecto: buscar auspicios y otras oportunidades en un mundo digital donde la palabra influencer ni existía.
Imagino que los astros se alinearon para mí porque esa decisión trajo la época de mayor prosperidad económica para mis bolsillos: como blogger de moda conseguí conducir un programa de moda en televisión por cable, escribir una columna en una revista dominical, trabajar para muchas marcas locales e internacionales, viajar a semanas de la moda en ciudades que había soñado visitar, tener ropa hasta decir basta y un asistente porque me daba flojera ir a cobrar.
Ese periodo de mi vida duró aproximadamente cuatro años, hasta que todo, como la vida misma, cambió.
Mis intereses personales comenzaron a variar: ya no me hacía feliz tener lo último de la temporada en accesorios y looks; al contrario, quería comenzar con lo justo y necesario.
Cuando trabajaba en moda, mientras más tenía, más insegura me volvía. Mis prioridades estaban enfocadas en lo que los demás hacían. Era locamente competitiva y sentía emociones muy negativas cuando me sentía amenazada.
En ese momento comencé a practicar yoga más que antes. Hice un profesorado, talleres, leí libros sobre espiritualidad y poco a poco comencé a sentirme no genuina ni legítima escribiendo sobre lo que escribía.
Mi trabajo me obligaba a mostrarme en fotos vistiendo de una u otra forma, a impulsar el consumo desmedido, a hablar de estándares de belleza con los que ya no comulgaba, a vivir de apariencias, hasta que cada vez me sentía más dividida.
Decidí empezar de cero.
Esperé a que mis contratos comerciales terminaran y cerré ese capítulo de mi vida para siempre.
¿Qué iba a hacer? Iba a utilizar mi llegada con la gente para comunicar cosas que me parecieran transcendentales. Quería ayudar a los demás a sentirse un poquito mejor.
Durante este momento de la charla ya habíamos roto la barrera de la incomodad con algunas risas sinceras. Si uno mismo no se ríe de sus propias caídas, no hay sazón en la vida.
Les conté de mis fracasos y de las veces que me sentí vulnerable. Intenté ser yo misma en todo sentido: inclusive, se me escaparon una cuantas lisurillas.
Todo pasó rápido y, sin darnos mucha cuenta, terminó.
Recuerdo la primera vez que hablé en público frente a una audiencia regular de asistentes. Era un evento Pecha Kucha y yo tenía un emprendimiento. No quería subir a hablar y mi marido tuvo que acompañarme en el escenario, ante la amenaza de mi inminente desmayo producido por los peores nervios que he sentido jamás.
¿Quién diría que hace algunos días hablaría y haría burlas de mí misma frente a un grupo de desconocidos que habían decidido regalarme su tiempo?
Todo cambia y está bien. //