Son las tres de la mañana en Madrid. Me he levantado para ver a la selección contra Ecuador. Entre sueños, mi esposa me reprocha lo que para ella es el acto propio de un orate: despertarse en medio de la madrugada a seguir un partido de fútbol. Mañana te toca dejar a Julieta en el colegio antes de las ocho, me recuerda. Sin nada que argumentar a mi favor me deslizo entre las sombras del departamento y me instalo en la sala, delante de la laptop, abrigado por una frazada.
Al notar las tribunas colmadas de miles de hinchas, intuyo que los peruanos de todas partes esperamos lo mismo: un triunfo que compense la amargura dejada por los acontecimientos políticos de las últimas horas. Una victoria que sea un respiro, un desahogo a la crisis provocada por un presidente alineado con la corrupción policial, y agudizada por un Congreso que, sin ninguna vergüenza, ha apostado por la mediocridad educativa desactivando la reforma universitaria más importante de las últimas décadas.
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Un amigo escribe en Facebook que, dada la gravedad de la coyuntura política, espera que la selección pierda a ver si así la gente reacciona y sale a las calles a protestar. Pienso al revés: si la selección de Gareca gana hoy, nos sentiremos menos desunidos, al menos fugazmente, y quizá esa fracción de orgullo nos impulse a ser más críticos con los miserables que vienen arruinando el país en nuestras narices. Ya ha pasado antes: la clasificación al mundial de Rusia llegó justo en medio de una temporada convulsa en la que se mezclaban las coimas de Odebrecht, los cobros ilegales de Kuczynski, el indulto a Fujimori y el obstruccionismo de la oposición parlamentaria. No nos volvimos un mejor país por llegar al mundial, pero sirvió como paliativo a la inestabilidad y fue un resorte anímico tan potente que se puso de moda vestir la blanquirroja hasta para ir a la oficina.
Si en los primeros lustros del siglo XXI, la ‘estabilidad’ del país contrastaba con la continua eliminación de la selección de la Copa del Mundo (quedamos antepenúltimos para Corea-Japón 2002, penúltimos para Alemania 2006, últimos para Sudáfrica 2010, antepenúltimos para Brasil 2014), del 2018 en adelante la selección ha sostenido nuestra autoestima mientras hemos visto a cinco presidentes alternarse en Palacio de Gobierno y a la clase política en general degradarse y alcanzar el más nauseabundo de los niveles imaginables.
En todo eso pienso cuando el partido empieza y en cosa de segundos Ecuador se pone 1-0 arriba. Pasan los minutos, la selección luce nerviosa, no reacciona y entonces capto que no, que esta es la semana más negra, que también el fútbol nos deparará un doloroso golpe bajo. Pero me equivoco, porque a diferencia del país este equipo tiene un técnico sensato que corrige sus errores sobre la marcha antes de que sea demasiado tarde; un técnico que convoca a jugadores que creen en él, con los que trabaja en un clima de confianza mutua.
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Llega el final y es un empate justo, pero más que el resultado lo motivante es la decisión de Perú de ir al frente, de apretar, de disimular con corazón sus limitaciones en la banca. Si tan solo algo de ese espíritu cundiera entre los funcionarios del Ejecutivo y los padres de la patria, otra sería la historia. Pero la historia es esta: tenemos una selección dignísima que con seguridad nos dará más pretextos para celebrar, a la que extrañaremos mucho en el futuro, y tenemos a la par una clase política sombría, secuestrada por mafiosos que acabarán pasando al olvido o a la cárcel.
¿Aceptamos esa paradoja resignadamente? No hay forma. Así como nos movilizamos para alentar a nuestros jugadores, hagámosles saber a nuestros políticos –sí, son nuestros– que están destruyendo lo poco que habíamos ganado. Toca, pues, ponerse la camiseta y salir. Y no precisamente rumbo a la cancha. //
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