Hace algunas décadas los televisores eran gordos y aparatosos. Cajas enseñoreadas por la maravilla de sus fantásticas prestaciones eléctricas. Entre ellas, facilitar una educación sentimental en manos de dibujos animados orientales y series de fantasmas honorables.
En virtud de su majestuoso volumen eran considerados un miembro más de la familia. Su tiempo de vida era el de una mascota, expectativa de vida usualmente prolongada por la maña del técnico de confianza. Su servicial longevidad era premiada con prerrogativas afectivas generalmente vetadas a lo inanimado.
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Algunas señoras de buen corazón y fina sensibilidad hacia los electrodomésticos les tejían ropitas. Eran pequeñas mantitas de lana, usualmente con adornos florales o diseños geométricos, que lograban el imposible de impregnarle ternura a un aparato eléctrico.
Pero esas vestimentas innecesarias tenían un propósito. Antes que proteger al dispositivo del frío era una demostración de agradecimiento tanto por acompañar benévolamente la soledad doméstica como por reunir a la familia frente a su luz incandescente. Como cuando jugaba la selección, por ejemplo.
Su inflamada bóveda posterior, necesaria para albergar los tubos catódicos requeridos para captar imágenes, tenía una consecuencia estructural: convertía la parte superior del televisor en una amplia repisa de uso múltiple.
Cuando había jugaba la blanquirroja aquella repisa se transformaba en un altar. Era el umbral horizontal indicado para acceder a la ultima opción de triunfo o de una derrota honorable: se volvía el punto de encuentro con la gracia divina.
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Desde el primer mundial de 1930 quedó claro y establecido que lo único que garantizaba la gitanería del fútbol peruano eran noventa minutos de incertidumbre, sufrimiento y desesperación. Una situación así de ingobernable solo podía ser resuelta por una fuerza superior, inmortal y omnipotente. Dios, ese peruano improbable.
Dada la situación, la repisa del televisor convocaba una alineación alternativa: en el extremo donde estaba la portería peruana tapaba un escapulario del Señor de los Milagros. En la defensa se ubicaba sólida la imagen de Santa Rosa de Lima. El mediocampo estaba reservado para la lúcida sabrosura de San Martín de Porres. Y en la delantera, ratoneando con picardía, un Niño Dios de yeso se perfilaba hacia el arco rival.
Al acabar el primer tiempo esta escuadra se trasladaba al otro extremo del televisor, según reglamento FIFA.
Las pantallas planas acabaron con esta variante de la religiosidad futbolística. Pero nada pudieron hacer frente a la irregularidad constante del futbol nacional.
La angustia, la calculadora y el ajuste emocional permanente se hicieron escuela de dolor y forzada dependencia nostálgica. Chumpitaz, Cubillas, Sotil, ya no eran personas, eran árboles totémicos. Hay que ir a triunfar al mundial, decía la canción. El problema era que no íbamos.
Hasta que llegó Gareca.
Rota la maldición de los 36 años sin aparecer en los álbumes Panini, el sufrimiento se diluyó, aunque nunca desapareció. Adquirió nuevas variantes y vinculaciones con el sistema nervioso. Un breve y apurado repaso reuniría la pelea de Paolo ante el Tas, los mirage de la FAP sobrevolando desentendidos jugadores neozelandeses asolándose en un hotel miraflorinos antes del repechaje, y como vórtice, el penal de Cueva repetido hasta el infinito.
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Esta tarde, la próxima semana y por los siglos de los siglos cada vez que una oncena nacional pise la cancha, tocará sufrir arropados por la máxima acuñada por un sabio chinchano contemporáneo que confirma que, mientras la desilusión es pasajera, la esperanza no muere ni a palos:
- La fe es lo más lindo de la vida.
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