Febrero del 2006. La playa de toda la vida, la gente de toda la vida y un interés romántico recién estrenado por un chico mayor, de cariño intermitente y escueto para la comunicación. Nada apuntaba a que eso era una buena idea, pero a los 17 equivocarse es una buena excusa para pedir ‘shots’ de Jäger el sábado. Una fecha problemática a la vista: San Valentín. Hoy soy una mujer madura y deconstruida que mira desde la superioridad moral el Día del Amor, que se permite tener la nariz respingada y juzgar no tan silenciosamente a quienes se entregan a los brazos de Cupido y el romance prefabricado. Pero esa no era mi postura en aquel entonces. Yo quería la inyección de insulina. El problema, claro estaba, era que algunas (todas las) señales parecían indicar que este sujeto en cuestión no iba a estar a la altura de la ocasión. Me consolé pensando en que menos mal ya estábamos todos demasiado grandes para la famosa fiesta juvenil de San Valentín (que ya había generado suficientes cicatrices emocionales los años pasados) por lo que no había que pasar por el tortuoso proceso de esperar a que te invitaran. Al ser, además, un pueblo chico, no había mucho de dónde sacar regalos. Así que era más fácil que pasara desapercibida quien no los recibiera. Pero unos días antes, llegó un anuncio. Una florería grande haría delivery a la playa solo por el 14 de febrero y en un solo formato: una rosa roja en una caja larga blanca.
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Terror.
Verán: San Valentín trata en un 10% sobre el amor y un 90% sobre demostrarle al mundo que existe ese amor. Es una festividad social. Si el trato fuera que estamos todos obligados a celebrar San Valentín sin que nadie lo sepa, la fecha expiraría automáticamente.
A pesar de mi intento por “testear las aguas” los días previos, el candidato en cuestión andaba difícil de descifrar y para incrementar la presión, mis dos mejores amigas estaban emparejadas. Una de ellas con el novio veraneando lejos, así que al notar mi creciente angustia planteó un pacto: mandemos al diablo a Cupido, San Valentín y la rosa discriminadora, y pasemos juntas ese día dándonos el amor que nos falta.
Heroica resolución que duró hasta las 10 de la mañana del 14 de febrero cuando el novio de mi (ex) mejor amiga se presentó de sorpresa en su casa cargando, además, la famosa caja blanca con la rosa solitaria, tan solitaria como parecía iba a estar yo a partir de ese momento. Invadida por la ansiedad, partí a la bodega a comprar cigarros y en el camino vi pasar gente con las famosas cajas blancas en la mano y sentí como un virus que empezaba a propagarse. Observé la van de la florería estacionada unas cuadras más allá. “Mi casa está lejos, tal vez todavía no pasa por ahí”, me dije, en tal desesperación que la feminista que soy hoy día resiente. Aceleré el paso y llegué jadeante a mi casa, desconsolada por dentro y sudorosa por fuera. Al entrar a la sala tuve que darme unos segundos para entender si estaba viendo lo que estaba viendo o ya se había cortado un cable en mi cabeza. Desde la cocina, mi madre despejó mis dudas con un grito: “TE LLEGÓ ALGO, LO PUSE EN LA MESA”.
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Ahí está, el salvavidas en forma de caja blanca. Me acerco, sigilosa, como sintiendo que se puede asustar y salir corriendo. La abro y descansando está la famosa rosa roja, una sola, pero a veces se necesita tan poco para nombrar al amor. Sonrío y noto la pequeña tarjeta que la acompaña. La levanto, lista para leer la concisa pero certera declaración de amor. En vez de eso, trágicamente, me llevo la lección de que no hay que cantar victoria antes de tiempo, o que la vida te da sorpresas, o quienes regalan rosas rojas son unos pobres diablos. ¿Por qué? Porque dicha nota decía, sanguinaria, lo siguiente:
“¡Feliz Día de la Amistad!” //
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