El país está en crisis política y mi hija –que me dice que ya se enteró de lo que ha pasado en el Congreso– me distrae con esto: “Mamá, quiero pintarme las puntas de un color”.
Tiene 11 años y esa peculiar petición. Está saliendo de vacaciones; por eso el pedido tiene un tiempo de vigencia sin negociación de alargue.
Silencio absoluto.
Respiro.
Me pregunto.
¿Qué hacer con los pelos, con la vida, con el país? Dejé el tema dando vueltas en mi cabeza, intentado encontrar mi respuesta, pero fue difícil en estos días. El país se viene abajo, por un día y medio tuvimos dos presidentes, un cono de tránsito se volvió más popular que Melcochita y Andrés Hurtado amenaza con llegar a la presidencia gracias a la confirmación de sus hermanos superiores (a quienes me encantaría preguntarles en primera persona: ¿por qué no nos recogen?).
Da risa, sí, pero es para echarse a llorar.
¿Cómo uno puede pensar en algo que no sea este desastre actual, si el Perú entero es un meme? No sabemos qué puede pasar (en este país, literalmente cualquier situación surrealista se queda corta, nada de México ni de Dalí). Y no, lo más angustiante es que no tenemos líderes que, como el Chapulín Colorado, puedan detectar con sus antenitas de vinil la presencia de los enemigos (vivimos entre ellos).
Mientras mi mente divagaba perdida en estos días de incertidumbre, mi hija me insistía: “Mamá, ya escogí el color de pelo que quiero ponerme. Lo voy a hacer con mi mejor amiga y la idea es que las dos nos tiñamos del mismo color. Queremos decolorarnos para que el color agarre mejor y, si no nos gusta, nos lo cortamos”.
Cada insistencia la escuchaba parcialmente, mientras seguía en mi mente: ¿qué hacer?, ¿le doy permiso?, ¿por qué no?
En la contraparte, la madre de la amiga me preguntaba por el chat del WhatsApp: ¿qué hacemos? Me vuelven loca.
El otro día, en un intento fallido para encontrar respuesta, expuse el tema en el almuerzo familiar, con mis padres y hermana de testigos; es decir, traje la polémica a la familia.
NUNCA, NUNCA HAGAN ESO: la discusión se escapó de mis dominios y de los dominios de mi familiar nuclear. Y las opiniones de tías y abuelas no terminan sumando.
Recordé entonces un texto que hacía un año se había viralizado. Una madre explicaba por qué había decidido darles permiso a sus hijas para que se tiñeran de azul el pelo: simplemente porque no había encontrado una razón para decirles que no y porque en el hecho de permitirles tomar una decisión en conjunto sobre un tema polémico les había dado equilibrio; libertad y contención al mismo tiempo.
Me pareció lógico cuando lo leí en ese entonces y más aún ahora, cuando estoy en su pellejo. Si se lo quiere pintar con un tinte de fantasía y está consciente que solo será durante vacaciones, porque después el colegio no la deja, ¿cuál es el problema? ¿Es muy precoz que la deje decidir sobre su look?
Así que comencé a averiguar quién podría hacerlo, a conocerla mejor, quiénes ya lo habían hecho, qué experiencias como mamás habían tenido. Me animé a preguntar por Facebook sobre buenos datos en todos los grupos que tenía. ¿Saben qué encontré?
Que muchas otras mamás me aconsejaban con datos de todo tipo: dónde encontrar los tintes, a qué peluquería acudir, el costo y hasta los teléfonos de los estilistas.
Nadie hizo un solo comentario cuestionando mi decisión. En épocas en las que todos nos creemos dueños de la razón, lo encontré reconfortante.
Así que sí: ya tenemos cita agendada, color definido y una distracción banal para tolerar los días de incertidumbre política. //