Jaime Bedoya

Al entrar a la habitación 2039 de ese hotel en Odaiba, Tokio, era notoria la sensación de que ya había alguien ocupándola. Un ruido parecido a una regurgitación lo hacía sentir así. Era tarde, de noche. Piso veinte.

—Konbanwa?, pregunté según fraseo de ocasión. No hubo respuesta. Solo la persistencia de un sonido parecido al de la digestión. La única pista era un hilo luminoso que se colaba bajo la puerta del baño. Al abrirla constaté lo imposible. El inodoro estaba vivo. Respiraba.

Visualmente respondía a la convencionalidad propia de su función histórica, esa que celebramos con pudor y gratitud infinitos. Solo un detalle la revelaba como una especie evolucionada: de ella brotaba un cable que iba directamente al enchufe.

Una tenue luz de neón rodeaba amablemente la base del artefacto. Su propósito era encomiable: servir de faro para el visitante urgido de una descarga nocturna a media vigilia. Uno de sus sensores le había advertido de la presencia humana. Y este, a manera de detalle, había generado, además de la luz, una minijalada de cortesía. Una manera de empezar una nueva relación en limpio y con transparencia.

Lo que no era tan simple era la nutrida cantidad de botones, luces e íconos que reposaban intimidantes al lado del asiento. Postulaban la posibilidad de que uno no tuviera las competencias necesarias para sentarse ahí y hacer lo que debiera hacerse.

Había algunos símbolos evidentes (el poto humano es un símbolo que no necesita traducción). Pero otros no eran tan obvios y dejaban reducida la tradicional palanca a elemento prehistórico. Había diez funciones adicionales*1 al jalar una pita para dejar caer agua, lo que confirmaba el triunfo del espíritu humano frente a lo potencialmente degradante.

Una investigación sumaria arrojó luz sobre el misterio blanco. Se trataba de un modelo avanzado del washlet, inodoro inteligente japonés que —junto al Nintendo y el Walkman— es reconocido como aporte nipón a la humanidad. Nació en los ochenta, invención de la marca Toto, considerada la Apple de la tecnología de wáteres.

Hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, Japón favorecía el uso de silos. Un agujero que reclama equilibrio y puntería. La historia la escriben los triunfadores, y fueron los aliados quienes llevaron el asiento cerámico a la isla. Toto, fiel a la idiosincrasia japonesa, siempre se tomó absolutamente en serio el manejo de lo innombrable, al punto que tiene un museo dedicado al wáter. En él se atesora el excusado que el general Douglas MacArthur llevó y utilizó durante la ocupación norteamericana del imperio: para Japón, el santo grial de los inodoros.

Cientos de empleados de Toto fueron los héroes anónimos que permitieron el desarrollo de la tecnología aplicada al rubro. Sus cuartos traseros fueron los primeros en testear las bondades innovadoras: el ángulo correcto del chorro limpiador, la luminosidad nocturna que orientase sin despertar, la frecuencia precisa del ruido blanco que ocultara incómodas ventosidades. Verdades ocultas fueron reveladas, como por ejemplo la temperatura de confort ideal para la nalga humana. 38 grados. Ni uno más, ni uno menos.

A los pocos días el habitante permanente de la habitación 2039, ese artefacto inteligente sin nombre pero con personalidad, ya se había ganado si no la confianza al menos la curiosidad de alguien que jamás había experimentado una interacción así. Cálida, discreta y eficiente. Al abandonar la habitación hubo un momento de incómoda incertidumbre frente al objeto inanimado. No exactamente una despedida, pero algo parecido a eso. Japón convierte todo en ceremonia.

1. A saber: 1 ) Jalada potente, 2 ) Jalada sutil, 3 ) Levantar tapa, 4 ) Levantar asiento, 5 ) Calentar asiento, 6 ) Lavado posterior, 7 ) Lavado frontal, 8 ) Secado, 9 ) Deodorizante, 10 ) Cortina de sonidos amigables.

Contenido Sugerido

Contenido GEC