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Miki Gonzalez
Oscar García

La primera vez que Miki González vio zapatear a Amador Ballumbrosio en su casa de la calle San José, le pareció que estaba siendo testigo de una experiencia mística. Esa tarde la recuerda como si la tuviera proyectada en algún lugar de su mente: la luz que entraba por la ventana casi se podía palpar por la polvareda que levantaba Amador cuando descargaba sus pies contra el suelo. González tomaba nota mental de todo cuanto veía porque para eso había llegado a El Carmen, Chincha, en su viejo Volkswagen turquesa. Su amigo, el poeta César Calvo, lo había puesto en la dirección correcta cuando le dijo que si quería aprender el verdadero folklore afroperuano, no el que les enseñan a los turistas, tenía que ir al sur, a poco más de dos horas de Lima, y tocarle la puerta al viejo Amador. Y eso hizo una tarde de 1978.

Cuarenta años después de esa visión polvorosa, Miki recorre las calles de El Guayabo, un caserío ubicado a escasos minutos de El Carmen, saboreando los recuerdos que le llegan por montones. Avanza entre casas sencillas franqueadas por algodonares, en donde cada esquina le dispara alguna historia. Por aquí estaban los hogares de los amigos que le daban cobijo, por allá los bares en donde se vacilaba. “Lo que recuerdo de Miki es que era joven pero se juntaba solo con gente vieja, porque quería aprender. Ellos le enseñaron las canciones de nuestros ancestros y también le enseñaron a comer gato”, cuenta, entre carcajadas, Esther Cartagena, del restaurante El Refugio de Mamainé, emblemático de la zona. González quiere aclarar el punto. “Yo en esa época quería ser como un negro viejo. Paraba con los negros viejos y hacía lo que ellos hacían, así que una vez comí gato, pero ya no lo comería”. 

Miki parece feliz yendo por el Guayabo. Se detiene a contemplar las casas, como la de Felícita Palma, a unos metros de Mamainé, que podría ser reconocida al instante por cualquiera que haya visto el video de Lola, su hit de 1987. Ahí está el pórtico en donde la banda de González animaba una boda chinchana ficticia, hecha solo para el video. Tan convincente fue esa juerga que los vecinos de Palma se resintieron pensando cómo era posible que no los hubiesen invitado al matri, si eran amigos. Si uno ve las construcciones de adobe de la zona, lo más probable es que las hayan hecho las manos de Amador, un ducho albañil. “Mucho se piensa que yo paraba en El Carmen, en la casa de Amador, pero no. A mí me gustaba estar en El Guayabo, y a él también. El tenía una parcela acá y era muy querido por la gente. Aquí es otra la sensación. Si quieren gozar como Amador, tienen que venir a El Guayabo”.

LA BROMA QUE DIO NOMBRE A LA CANCIÓN AKUNDÚN

Miki, nacido en España con el nombre de Juan Manuel González en 1952, formado en el Berklee College of Music (Boston), coqueteó con el folklore negro desde su primer LP, Puedes ser tú (1986), ese de Dímelo, dímelo, marcado por la onda new wave. El sonido podía ser muy británico y todo, grabado en Argentina con colaboraciones de Charly García y Andrés Calamaro, pero por ratos se puede oír el cajón peruano de Filomeno Ballumbrosio, el segundo hijo de Amador, y también su zapateo distorsionado en la experimental Brian Meno

Esa inquietud por los ritmos afroperuanos crecería en su música en los años siguientes, mientras más se desencantaba del rock. Por eso, el disco que mejor resume lo que fueron sus vivencias de esas épocas en esta tierra soleada es Akundún (1993), su cuarto álbum, un trabajo de fusión afro de principio a fin, que le reportó una popularidad inédita en el país, además de un contrato prioritario con la internacional Polygram. Al disco se le recuerda por su tema título, que hizo bailar con su mezcla de panalivio con dancehall jamaiquino y una intro de El cóndor pasa que dura los compases justos “para no tener que pagar derechos”, admite Miki.

El título nació de una broma que hizo Amador Ballumbrosio y en la que González cayó. “Al tema le decíamos Adundún, que es el sonido que hace el bajo durante el coro. Era una onomatopeya, algo provisional”, confiesa su creador. El viejo Ballumbrosio, de carácter jovial, empezó a deformarla en los ensayos, con su vozarrón característico. “Adundún... ¡AKUNDÚN!”, decía y así quedó bautizada. Tarde le explicarían que ‘akundún’ es el nombre que se usaba en algunas zonas de Chincha para definir el acto sexual furtivo.

BAILAR LA COREOGRAFÍA DE AKUNDÚN (Y SALIR ENTERO)

El disco apareció en un momento en que el rock peruano había caído en desgracia para las radios locales, luego de una primavera comercial intensa. El reggae jamaiquino y sus derivados estaban en plena ebullición en los diales limeños. Parte de esa impronta se refleja en el tema título, mas no en el resto del álbum, rebosante de festejos eléctricos encantadores como La pequeña o A gozar sabroso, panalivios tradicionales y otras sorpresas. Las guitarras, por ejemplo, ejecutadas por Miki, tienen el sonido característico del estilo soukou africano, muy agudo y resonante, popularizado en occidente por Paul Simon en su disco Graceland (1986).

Akundún también hizo conocida una coreografía que los hermanos Miguel y José Ballumbrosio, chicos de 14 años en esa época, crearon para el tema, inspirándose en Vanilla Ice y MC Hammer. En la misma puerta de la casa de Amador, un descanso impostergable para cualquiera que venga a El Carmen, Miguel, ahora de casi 40 años, acepta el reto de Somos y se anima a recordar cómo eran los pasos de ese baile, que alguna vez llegó a presentar en México, nada menos que en el festival de Acapulco. La memoria corporal está intacta pero la columna vertebral ya no es la misma, y protesta. Miki también se anima a dar unos pasos, algo que no hacía en más de 20 años.

Tanto Miguel como sus hermanos pequeños, los mellizos César ‘Pudy’ y Roberto Ballumbrosio, el conchito de un clan de 15, aparecen sonrientes en la portada de Akundún. Ellos recuerdan que la sesión de fotos duró una eternidad, pero que lo hicieron felices porque les prometieron helados. “En su momento éramos muy chicos y no supimos entender la importancia que iba a tener el disco para la música afroperuana”, dice Miguel, ya repuesto del bailecito.

LA DESPEDIDA CON TUTUMA

González ha dejado por estos días el monasterio budista de Nueva York en el que reside hace algún tiempo para venir a Chincha, y luego a Lima, a rendirles homenaje a su amigo Amador y al disco que ocupa este artículo. Él tocará el 21 de junio junto a los hermanos Ballumbrosio en el Gran Teatro Nacional [ver recuadro]. Y para el 29 de junio prepara otro show, esta vez por los diez años del Selvámonos, en Oxapampa. 

De vuelta a El Carmen, Miki toma un descanso en La Tutuma de don Toto, un bar cuyo nombre bautiza una de las canciones más frenéticas de Akundún. Como es de esperar, siempre hay una historia detrás. “La tutuma es un licor hecho con vino y pisco; bueno, pero es la peor resaca que te puedas imaginar”, dice González mientras hace circular el vaso. Hace 25 años, cuando tenía que convencer a los ejecutivos de Polygram de que era un buen negocio lanzar su disco internacionalmente, fue a Santiago de Chile cargado de botellas de tutuma para un concierto privado. Al poco rato, los hombres de la disquera ya habían perdido las corbatas y ese mismo día le dieron el contrato. “Así que puedo decir que lo que pasó con Akundún se lo debo a la tutuma”.

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