Me vine a vivir a Buenos Aires porque me dijeron que aquí estaba el amor. Y aquí está. Y así como en mi Lima de siempre, pese a todas las desubicaciones, yo sabía de dónde venía el mar, yo aquí sé dónde ondula el río, sus aguas de plata tampoco son mansas. Cuando extraño, estoy triste, necesito cierta dimensión acuática, o porque sí, camino. Voy a la Reserva Ecológica Costanera Sur, un accidente geográfico en la inmensidad porteña. Durante la última dictadura se lanzaron restos de cemento y hormigón, acorazando el terreno con despojos –conquistarle tierra al río–, y después, la seguidilla de incendios premeditados para la especulación inmobiliaria.
MIRA TAMBIÉN: Liniers: “Ser dibujante de historietas era absolutamente extraterrestre”
Pero la vida siempre se abre paso, es terca su luz, encuentra cauces escondidos y los reclama para sí. Surgieron humedales con especies nativas y otras llegaron por desliz, al capricho de las mareas. Mil seiscientas cincuenta especies conviven junto a millones de personas, en su mundo secreto de insecto, espora, hongo, desove. Letreros de “ingreso gratis” y “los animales tienen prioridad” dan la bienvenida. Varias trochas se bifurcan para recorrer a pie o en bicicleta, los turistas se enteran del rodeo: agua dulce, sí, pero esta ciudad creció mostrándole la espalda al río. El visitante cotidiano se orilla para el mate, el siseo de la grama, la sombra si el sol atiza, para airearse de la economía en crisis. A estas aguas, de lejitos nomás, no hay chapoteo, no hay salpicadura, la contaminación y los escombros lo advierten, el tétanos del pasado puede atravesar tu piel. Es rarísimo este silencio animal de picoteo y zumbido, el perfil recortado de los rascacielos de Puerto Madero, la estela del buquebus volviendo del Uruguay. Bordeando los pantanos, el consuelo se prolonga en el malecón, con la fragancia a naranjas recién exprimidas, el choripán con chimichurri, la risa de la criatura en su primer pedaleo, el sobrevuelo de las cotorras alborotando migas en las mesas.
EL PASEO DE LOS LIBROS
Entre las librerías independientes que me encantan, porque sus libreros conocen cada libro que ofrecen y a sus lectores –El Rufián Melancólico, Fedro, Caburé–, está mi adorada La Libre, en la calle Chacabuco, San Telmo. En una casona histórica, de techos altos labrados, atiende Damián, editor brillante en su oficio, sugiere autoras y autores que hay que leer sí o sí, además ofrece textos usados de gran valía, pero cuyo precio lo pones tú.
Leer alimenta, como estos tres restaurantes, a los que vuelvo, la repetición es confianza, por su absoluta sabrosura, lo infrecuente de su propuesta, el precio amigo. “La Zarpada”, en Carlos Calvo, San Telmo, pizzas crujientes para la noche fría, con peras, alcachofas, albahaca, tomates asados. “Catalino”, en Maure, Colegiales, cocina agroecológica, orgánica. Las hermanas Mariana y Raquel preparan platos regionales, de corazón casero, cambiando el menú varias veces al año para aprovechar las verduras y frutas de cada estación, viajan para encontrar nuevos productores y les compran directo. El bocado simple, el más explosivo: buñuelos de verduras. El instante umami ocurre por la combinación sincera de los productos, no hay resaltadores de sabor. Y mientras estás conversando, picotea a los pies de la mesa Catalina, gallina y mascota. En el barrio de Mataderos, desde 1920, una casa detenida en el tiempo, con cartas de temporada. “Yiyo, el Zeneize” presenta queso halloumi a la parrilla, provoleta flambeada, milanesas a la fugazetta, un refrescante vermú. Como suele ser en las mesas argentinas: “Todo para compartir”.
En Buenos Aires, memorable y con memoria, casi todos los días hay protesta y qué bueno que todavía la gente se indigne y marche por algo. Si prestas atención, las veredas contienen placas que recuerdan a las víctimas de la dictadura. En mi cuadra tengo una y cada día la veo, cada día, este vecino desapareció, Polo Cortés, actor, el 28 de agosto del 76, arranchado de su propio hogar.
Sigue siendo caminable, arbolada, aunque para quien gana en pesos, tan devaluados, la caminata es siempre cuesta arriba. Arriba es adonde hay que mirar, las cúpulas, los balcones, las columnas, las glorietas, las gárgolas, sin embargo, desde hace ya algunos años, están transformando la vista: parte del patrimonio arquitectónico está siendo llevado a demolición por el jefe de gobierno de la ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, para construir edificios altísimos, por fuera de escala, entre ellos, se tumbarán el Centro Cultural Matienzo.
Y ya se viene el Mundial, debuta Argentina con Arabia Saudita el 22 de noviembre, las ganas de fiesta en el Obelisco, la distracción más esperada, una anestesia también para el gobierno de Alberto Fernández –las quejas bajan, la pasión uniformiza–; se acomete noviembre como quien ya llegó a diciembre, pateando con la última fuerza, ansiedad que pulsa como el orgullo, orgullo como esperanza y amor propio. //
Katya Adaui nació en Lima, en 1977. Es autora de las novelas Quiénes somos ahora y Nunca sabré lo que entiendo, y de los libros de cuentos Geografía de la oscuridad, Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado.
Presentará la novela Quiénes somos ahora en la Feria del Libro Ricardo Palma, de Miraflores, el martes 8 de noviembre a las 7 p.m.