Clementina Ramírez está próxima a cumplir cien años. Cien. Muchas de las cosas que ya ni los libros de historia recogen, ella las recuerda. Recuerda, por ejemplo, aquella primera vez que acompañó al alcalde de Barranco, Manuel Montero, a Palacio de Gobierno. Eran mediados de 1940 y la misión consistía en convencer al presidente Prado de poner un impuesto adicional a los barranquinos para levantar las zonas del distrito que, sacudidas por el terremoto del 24 de mayo, estaban hechas una ruina. Clementina tenía apenas 20 años pero era muy buena en contabilidad y lo había demostrado meses antes, cuando le encargaron organizar las primeras fiestas de carnaval de la gestión de Montero (1940-1947).
No sería la primera vez que se llevaría a cabo esa celebración, pero sí habría un gran cambio: a la jarana, realizada en la plaza principal de Barranco, entraría todo aquel que comprara su entrada. Sea un “notable”, un comerciante o un obrero. Y así lo organizó Clementina durante los siguientes ocho años. Tres días de fiesta en cada carnaval. Una noche de gala, otra para los niños y una verbena. “Las tarjetas tenían diferente color: una era blanca, la otra verde y la de los niños, rosa”, recuerda.
En la sala de su casa, desde la que puede ver los atardeceres barranquinos, Clementina entrecierra los ojos, como haciendo un esfuerzo, pero sonríe: “Aquellos días, el parque era cercado con rejas de metal. Había tres boleterías y la plaza siempre estaba llena. El domingo llegaban las reinas de todo Lima con su corte, con sus vestidos hermosos, y entraban al salón [de la antigua Municipalidad de Barranco]. El día que tocaba la celebración de los niños, todos estaban vestidos con sus disfraces. Se vivía una fiesta muy familiar y amigable”, nos cuenta la vecina más longeva (y popular) del distrito.
La centenaria pareciera recordarlo todo, menos aquella única canción que bailó durante los carnavales de ese ochenio, porque su puesto estaba en la tesorería y “ay, Clementina, como dejes la caja por salir a la fiesta...”. Desde los 15 años, cuando empezó a trabajar porque su padre murió y alguien tenía que sostener la casa, ella sabía lo que era ser responsable. Así que, alentada por sus amigos, solo una vez dejó su puesto para unirse al jolgorio. Y esa única vez fue ampayada por el alcalde.
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Existen documentos que confirman que unos adolescentes Pedro de Osma Gildemeister, Raúl Porras Barrenechea, Hernando de Lavalle y Pedro Vellarino fueron los artífices de las primeras fiestas de carnaval que se celebraron en Barranco. Era el verano de 1913, cuando –aprovechando el puesto de su padre como alcalde–, De Osma Gildemeister gestionó junto a sus amigos de infancia los permisos para realizar un baile para niños. Inspirados en los carnavales venecianos y demás fiestas de la vieja Europa, al año siguiente, en 1914, se celebrarían los primeros carnavales tal cual se festejaron durante las siguientes dos décadas en ese distrito: galas fastuosas a las que solo asistían las familias más acomodadas de Lima y en las que los juegos consistían en mojar a los otros con delicados chisguetes con perfume o darles un “baño de flores”.
Para entender el contexto en el que nace la fiesta de carnavales, sin embargo, hay que señalar que sus orígenes se remontan a los tiempos de la Conquista. Ya a mediados del siglo XVI se encuentran los primeros indicios de una fiesta precursora llamada el Domingo de Cuasimodo. “En esta fiesta los negros salían con máscaras de diablo en los días previos a la Cuaresma. Era una suerte de licencia previa a un tiempo de recogimiento, en la que había mucha borrachera y libertad sexual. En el siglo XVIII hubo un primer intento de prohibirla porque se dieron cuenta de que generaba una suerte de pequeña revuelta social: la gente se burlaba de las autoridades, se tiraban agua sucia, se echaban betún. Para entonces, la fiesta se extiende a callejones y plazas, donde comienzan a aparecer otros personajes como los gigantes y los papahuevos”, cuenta Raúl Alvarez Espinoza, sociólogo de la Universidad Católica.
Con la Guerra del Pacífico llegó un momento en que todas las actividades festivas se contrajeron hasta la reconstrucción nacional, a inicios el siglo XX, cuando las élites criollas comienzan a preguntarse por lo nacional para reconstruir un proyecto de país. “En el ánimo de introducir la ‘modernidad’ al Perú y dejar atrás rezagos del colonialismo, el carnaval fue una herramienta para intentar transformar la moralidad de la gente, que era concebida como bárbara. Era una forma de mostrarles cómo debían divertirse de manera ‘civilizada’. En los carnavales que empiezan con De Osma, los barrios más pobres se reunían a mirar desde fuera el cordón de la plaza. Y así fue por casi dos décadas”, indica el sociólogo.
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La decisión tomada por el alcalde Montero y ejecutada por Clementina Ramírez, en 1940, cambió el perfil demográfico del carnaval. Además, los sectores populares comenzaron a apropiarse de la fiesta y a realizarla en sus clubes departamentales y asociaciones de migrantes, pero con sus trajes y con su música. Una expresión más del sincretismo cultural de nuestro país. En las calles, sin embargo, el carnaval estaba más inspirado en el Domingo de Cuasimodo. A mediados del siglo pasado, incluso, se reportaban personas fuertemente heridas durante estas celebraciones. Por eso, en 1958, el presidente Prado quizo acabar con ellas y las prohibió totalmente. Pero el espíritu festivo popular nunca terminó.
“El tema es que toda prohibición llama a que la gente haga lo prohibido con más ganas. La práctica siguió, ya no con los bailes de Barranco, ya no con el auspicio del Estado, pero sí en los clubes departamentales o en las calles como un rezago de aquello que Prado quiso prohibir. Eso hasta los 90 o el 2000. Luego esa fiesta se comenzó a diluir y ahora prácticamente ha desaparecido”, finaliza Raúl Álvarez.
En la memoria de Clementina, sin embargo, los tiempos de carnaval siempre serán los más felices. Y aunque no pudo disfrutar de las fiestas que organizó, en Barranco siempre será la reina del carnaval.