"Me tengo que reinventar otra vez”, dice por videollamada el doctor Elmer Emilio Huerta Ramírez (Recuay, Áncash, 1952), un domingo de cuarentena –para él no obligatoria– desde su departamento en Washington D. C. Caminando con el teléfono en la mano nos muestra su propio ‘estudio de televisión’, una habitación con micrófonos, varios monitores, una mezcladora de sonido y una luz profesional que le da a la cara desde que empieza el día con CNN en Español y RPP (“desde que entré a esa radio hace 15 años hago teletrabajo; no es problema”). Por lo menos tiene siete intervenciones en medios cada día (incluyendo sus propios programas y su página semanal en El Comercio), y entre hora y hora responde unas diez entrevistas para cinco o seis países de Norte y Sudamérica, todos sumidos en la misma incertidumbre desde que se desató la pandemia. El coronavirus también a él le ha cambiado la vida. Si hace más de 20 años fundó en el Washington Hospital un centro de prevención y detección del cáncer donde diagnosticó tempranamente a más de 38 mil personas que llegaron sin síntomas, hoy alista el primer centro virtual (online) de prevención y detección del cáncer en EE.UU.
Por estos días le entusiasman algunos estudios que colocan los contagios de Perú ya entrando en una meseta “atípica y en descenso”, según nos dijo. Pero después de una noticia alentadora no siempre le sigue otra. No es lo mismo tener COVID-19 en un país desarrollado que en uno como el nuestro. De hecho, calcula que una vacuna llegaría al vecindario en dos años. “Tendremos que convivir los próximos 24 meses con este invitado que nadie invitó”.
¿Respondimos a tiempo frente a la pandemia?
El mundo entero se ha dormido. Aquí debimos haber empezado más temprano. No se han tomado decisiones integrales, se han ido parchando cosas. Ha faltado un grupo de pensadores, un Estado Mayor que se dedique a pensar y no a apagar incendios.
¿En qué estamos fallando?
El Perú desde la época de Odría no tiene un sistema de salud pública decente; se ha quedado en los 50 y estamos en una pandemia del siglo XXI. Hay que preguntarnos como Mario Vargas Llosa: cuándo se jodió el sistema de salud pública en el Perú. Los expertos en salud pública saben bien que para luchar contra una enfermedad no solamente funciona la cuarentena, sino la identificación de casos positivos, el aislamiento de los infectados. Hace 40 años, las clases de Epidemiología que me dieron en San Marcos y San Fernando eran en el verano más ardiente, el viernes por la tarde cuando todo el mundo quería irse a la playa. Nunca se le dio importancia. La percepción que teníamos sobre los epidemiólogos y los salubristas era de tipos fracasados: no habían sido capaces de aprender a recetar medicinas, por eso estaban sentados en escritorios. Y ahora mismo el mundo se está peleando por los epidemiólogos, no por los cirujanos cardiovasculares. Es momento de refundar la patria a partir de la salud pública, que nos haga ver la próxima pandemia con otros ojos.
¿Por qué muchos peruanos no hacen caso? Con ellos ‘no es’.
Eso tiene raíces hasta en el fútbol. El otro día leía un libro en el que se contaba que al peruano de inicios del siglo XX no le importaba que su selección perdiera 4-0 o 5-0. Lo que le importaba era cuántas guachitas había hecho el delantero. Cuando llegaban los entrenadores que querían disciplinar a los equipos: “Qué te pasa, acá el que puede, puede”. Eso se nota en los aviones. El que sale de Lima a Miami, qué bárbaro, qué ejemplo, todo bien. El que viene de allá para Lima: se levantan de los asientos, están en los pasillos, cerveza, una fiesta. Ya no hacen caso. Una de las conclusiones de un estudio de Jorge Yamamoto, de la PUCP, es que el peruano hace lo que le da la gana hasta que le ponen el pare. Pero ese pare hay que saber ponerlo.
Si vas desprotegido al mercado llevarás “de yapa” el virus. ¿Funciona ese tipo de mensajes del presidente Vizcarra?
En algunos casos funciona. Pero eso debe ir tamizado con otras cosas que den esperanza. Yo le digo a la gente que el esfuerzo de la mayoría ha ayudado muchísimo. Lo que hemos ganado es no haber perdido tanto. Hemos perdido una guerra, pero eso no nos ha diezmado. ¿Cómo ponerlo en palabras, en mensaje? Es un reto. Quizá decir: gracias a esto vamos a refundar el sistema de salud pública, por lo menos hemos sacado algo de todo esto, el Perú va a ser diferente.
¿Qué palabra se le viene a la mente cuando piensa en el sacrificio de sus colegas en estos momentos?
La palabra es ‘mártir’: aquella persona que sabe que está yendo a sacrificarse. La causa de todos los médicos en la primera línea frente al virus es aliviar el dolor humano, contener la pandemia. Y están sufriendo por eso.
¿Qué hacer con el miedo? ¿Deberían no sentirlo? ¿Para eso se prepararon?
Hay mucha gente que piensa que al médico no lo van a atacar las enfermedades o que los problemas de salud mental no le afectan o que hasta cierto punto es inmune a muchas cosas, cuando en realidad es tan humano y susceptible a sufrir como todos. Los médicos se divorcian, abusan de drogas, los médicos se suicidan… Para muchos de ellos es más fuerte el sentimiento de rechazo a un peligro que ven inminente, como el contagio de un virus impredecible.
¿Alguna vez ha tenido que escoger a qué paciente darle oxígeno o tratamiento, como hoy ocurre en los hospitales más críticos?
No. Lo que sí vi mucho en neoplásicas eran familias que no podían pagar las medicinas. Yo diseñaba un tratamiento completo para un paciente, y sabía que su enfermedad se podía curar… y no había plata. Juntábamos de donde sea.
¿Cómo fue la primera vez que se le murió un paciente?
La primera muerte fue un niño. Eso me marcó para siempre. Yo estaba en el segundo o tercer mes de mi residencia. Tenía leucemia: se llamaba Roberto, pero yo le decía Robert. Tenía 9 o 10 años. Nos hicimos amigos. La quimioterapia es terriblemente cáustica, quema las venas. Las enfermeras buscaban venas hasta en los dedos… Cuando una de ellas venía con la aguja, él ya sabía: “Señorita, por favor, hágalo rapidito porque si yo lloro, mi mamá va a llorar afuera”. Le dio una sepsis brutal y murió. Me di cuenta de que con el cáncer no importaba la clase social, el nivel educativo. Tuve pacientes millonarios y muy pobres, en EE. UU. también. Todos morían igual. Con las mismas palabras, las mismas cosas, la familia alrededor.
¿Cómo se cura un médico de eso?
Cuando se me murió Roberto yo estaba mal. Le pregunté al doctor Andrés Solidoro, entonces jefe en el Neoplásicas, hombre frío como un témpano: “Cómo hace usted para que estas cosas no lo dañen, porque yo no puedo”. Me dijo que el cáncer es como un huracán, como un terremoto, es un fenómeno natural. “Hay armas para luchar. Si has leído, averiguado, investigado y el paciente vive, le ganaste al enemigo. Si muere, la naturaleza ha sido más fuerte que tú. Pero si por negligencia, ignorancia o desidia no usas todo lo que tienes a la mano y tu paciente se muere, es tu culpa”. Ese es nuestro oficio: buscar y agotar posibilidades.
Por un lado tenemos el dolor y el miedo de los médicos, y por otro está el miedo y el dolor de la gente. Afuera de los hospitales, familiares de pacientes con COVID-19 esperan a que alguien les diga qué está pasando adentro.
Lo he visto decenas de veces: sale el doctor como un pavo real: “La enfermera les va a informar”. Yo me he peleado incluso con colegas. Aquí en EE. UU. eso se está legislando. Los familiares pueden enjuiciar a los médicos, que tienen la obligación de informar.
¿Por qué eligió estudiar Medicina?
Toda mi familia es de Recuay. Mi papá era contador, mi mamá fue profesora. Ellos quisieron migrar y se instalaron en Chosica. Yo tenía 4 años. Al poco tiempo mi mamá quedó viuda, con 32 años y con tres hijos. Ella en realidad es la arquitecta de todo lo que he logrado en mi vida. Consiguió su puesto de profesora. Nunca se volvió a casar. Su hermano era el médico legista de Huaraz; todos los veranos yo me iba para allá. Empecé a ver autopsias a los 8 o 9 años. Entré a San Marcos a los 17, y a los 18 me mudé a Lima.
¿Cuándo decidió que su camino sería educar sobre el cáncer?
Entre el 80 y el 85 me especialicé en oncología médica en el Hospital de Neoplásicas. Allí empecé a ver que la gente moría de cáncer muy avanzado por no tener información adecuada. Me postularon a una beca en EE. UU. para quimioterapia del cáncer. Estando allá hicieron un experimento conmigo y me mandaron a la escuela de salud pública de John Hopkins (Baltimore). En dos meses de entrenamiento allí yo vi la luz completamente. Ahí dije “yo quiero hacer salud pública del cáncer: prevención, detección, educación”.
¿Intentó hacer lo mismo en el Perú?
En el 88 volví a Neoplásicas y presenté frente a todo el cuerpo médico los resultados de mi año en EE. UU. “Nos hemos convertido en expertos mutiladores. ¿Quién corta más senos en el Perú? Este hospital. ¿Quién se vanagloria de sacar la mitad del cuerpo en una mujer que tiene cáncer de cuello del útero? Nosotros. ¿Quién está haciendo algo para evitar que la gente se enferme de cáncer? Detectar, prevenir, educar: eso tiene que ser una obligación”. Me pusieron la cruz. Recibí muchas amenazas. “Oye, ¿qué tonterías son esas? Nosotros te hemos enviado a EE. UU. para vengas a tratar acá el cáncer y des quimioterapia y antibióticos. O haces eso o te vas del hospital”. Y me fui. Esa fue la razón por la cual yo me vine a trabajar y a vivir a EE. UU.
¿Le han ofrecido ser ministro o candidato alguna vez?
Un par de veces, pero yo no soy político. Tengo una espalda muy delgadita. No soporto ese tipo de cosas, no tengo ese lenguaje del político. Lo mío es la comunicación con el público.
De tener un cargo político, ¿qué haría?
Un experimento con el sistema de cuidado primario de la salud. Qué tal si mapeáramos con criterio San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado, y se levantaran 380 centros de salud: una moderna posta por cada vecindario. Costarían lo mismo que un gran hospital. Con salas de espera, con aire acondicionado, consultorios, una máquina de ecografías, de rayos X, laboratorio para análisis básicos. El 85% de los problemas de salud se pueden solucionar con el médico de barrio.
¿Cómo hacer para que estos dos meses de aislamiento no hayan sido en vano?
Hay que tratar de que la gente entienda cuál ha sido la razón de este esfuerzo. No ha sido eliminar el virus, no ha sido que la enfermedad desaparezca, no ha sido ni siquiera evitar los contagios. La razón de todo esto ha sido evitar el colapso masivo del sistema de salud en el Perú y no tener más muertos en calles, avenidas y casas. Están ahí, pero no son las decenas o centenares que habríamos tenido sin hacer esto. ¿Ha servido para algo? Sí. ¿Es perfecto? No. ¿Alguien lo tiene perfecto? Nadie. Si hablamos de ganar tiempo en el sentido de que no nos haya explotado la enfermedad en la cara: hemos ganado.
En estos días, ¿qué es lo último que piensa antes de dormir?
Antes de dormir pienso: qué barbaridad, este virus cómo nos ha quitado el mañana. //