(Foto: Monarca Criollo)
(Foto: Monarca Criollo)

Por Fernanda Kanno

Lo recuerdo cuándo fue la primera vez que soñé que manejaba una camioneta 4x4, pero recuerdo el sueño. Estoy con mi familia en algún lugar de campo abierto. De pronto algo pasa, tenemos que salir de ahí y mi primera reacción es subir a la camioneta, al asiento del piloto. Les digo que suban y emprendo la huida trepando cerros, esquivando piedras y atravesando dunas. Siento –aunque estoy dormida– el vértigo de las bajadas, el salto de los desniveles, el golpe de las piedras debajo de mí. Me veo como en los videos de los pilotos de carreras, me agarro fuerte del timón, juego con la caja de cambios. Las cabezas de mis papás y mis hermanos saltan hasta el techo y todos reímos. Ese sueño que empieza como pesadilla se convierte en una aventura sobre cuatro ruedas…

Desde que soy niña, cada vez que he despertado de ese sueño recurrente me he prometido lo mismo: cuando sea grande voy a tener una 4x4, cuando sea grande voy a vivir como sueño…

Podría escribir sobre cómo cumplí aquella promesa, de mi primer curso de 4x4 o de cómo hice realidad mi sueño de correr el Rally Dakar, la carrera más dura del mundo. Pero hoy quiero aprovechar este espacio que me da la revista Somos para contarles cómo es vivir en doble tracción y para hablarles de mis nuevos amigos, ese grupo de locos que resume sus aventuras en una frase que leí una vez en una de sus camionetas: ‘Fun begins when the route is over’ (‘la diversión comienza cuando la pista se acaba’). Una vez al año, todos los grupos de off road nos damos cita para una travesía como ninguna. Nos encontramos en el kilómetro 503 de la Panamericana Sur para adentrarnos tres días en el desierto. Nuestro objetivo: conquistar la segunda duna más alta del mundo, un gigante capricho de la naturaleza que los primeros off roaders bautizaron como Duna Grande.

La primera regla para ir al desierto es NO ENTRAR SOLO. Este año, Ciro Zúñiga, líder del grupo Doble Tracción, nos invitó a acompañar a su grupo de 12 camionetas. Dejamos la pista para atravesar lechos de ríos, pampas secas y paredes de dunas. En el camino algunos se atollan y hay que jalarlos con otra camioneta o hay que sacar las palas y cavar bajo un sol que no nos tiene piedad. Un giro brusco en una quebrada angosta hace que otros desenllanten (tal como se lee, esto pasa cuando la llanta se sale del aro). Mi copiloto, Alonso Carrillo, a quienes todos llamamos el ‘Sr. Duro’, pone la llanta en su lugar con un poco de agua, un poco de fuerza y una compresora. Han pasado más de seis horas, el paisaje del sol poniéndose sobre la arena dorada cambia cuando nos atrapa la neblina. No vemos más allá de un par de metros adelante. Se hace de noche y decidimos parar y acampar. Mañana, cuando se despeje el día, seguiremos…

Al día siguiente, la primera impresión es aterradora. Esa gigante mole de arena, cuya cima llega a los 1.676 metros sobre el nivel del mar, parece estar esperándonos. Dejamos las cosas y salimos nuevamente a las dunas por rutas que nos recuerdan el Rally Dakar. Los desenllantes, atolladas y subidas que parecen imposibles están otra vez a la orden del día. A lo lejos, un grupo de huancaínos –que ha llegado un día antes que nosotros– intenta también sobrevivir al desierto. Para ellos y nosotros, los caminos off road no están llenos de obstáculos, sino de pequeñas victorias. En la noche, miles de estrellas, grandes, pequeñas y fugaces, nos consuelan del cansancio. Prendemos la parrilla, hacemos la fogata, contamos nuestras historias y compartimos nuestras proezas. Mañana es el gran día.

El sol nos despierta muy temprano y estamos ansiosos por empezar el ascenso. De tanto en tanto suena por la radio el llamado al líder del grupo. La camioneta de Ciro, a quien hemos bautizado como ‘Auxiro’, deja la punta para regresar y auxiliar al caído. Un rescate puede durar desde 30 minutos hasta un buen par de horas. Algunas camionetas nos sumamos para ayudar: otra de las reglas de oro de los off roaders es que todos entramos juntos y todos salimos juntos; a nadie se le deja atrás.

Tres horas y media después llegamos a la cima. Te bajas del carro, miras a tu alrededor y estallas de felicidad. Pocas veces en la vida te sientes tan pequeño y tan grande a la vez. La inmensidad del desierto que has domado te regala una vista privilegiada: es una sensación para la que no existen palabras. Ahí, parado a más de mil metros de altura, con la arena aferrándose a cada espacio de tu humanidad, ves tu conquista y te sientes el dueño del mundo. //

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