El cielo despejado y el sillar iluminan: uno como luz y el otro como reflejo. Ese brillo acompasado por el volcán —a su vez orden y amenaza— permite que prospere la ciudad más bella de todas las que conforman la república peruana, con el perdón de Cusco. Se llama Arequipa y haríamos bien en conocerla o, como prefiere el escritor Martín López de Romaña, entender el “espíritu del lugar”.
¿Cuál es? Alonso Ruiz Rosas me lo confesó después de unos piscos, hace algunos años, sin falsas modestias y con cierto orgullo regional: “Arequipa piensa”. Cuesta no darle la razón en medio del Hay Festival, una fiesta de encuentro de ideas, contrapuntos, sensibilidades y estéticas. La dinámica es potente: decenas de eventos se suceden de 10 de la mañana a 10 de la noche y obligan al lector, al espectador, a elegir: ir al paraninfo de la Universidad San Agustín o al Teatro Fénix; disfrutar una conversación alrededor del estado de la traducción en la industria editorial en español o presenciar un debate sobre cómo se debe cubrir periodísticamente una guerra; el standup o el concierto; el teatro o el recital…
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Este año el Hay recuperó bríos luego del parón forzado producto de la pandemia. Problemas no han faltado: el gobierno regional ha retirado su apoyo y con ello ha desaprovechado la posibilidad de fortalecer uno de los pocos eventos capaces de convocar a una parte de la élite intelectual del mundo en estas tierras. ¿Tiene sentido esa negativa en un país donde la academia va, por lo general, desconectada de la calle y donde la calle reclama referentes? Por estos adoquines han caminado, por ejemplo, Martin Amis, Leila Guerriero, Alessandro Baricco, Mariana Enríquez, Salman Rushdie, Andrea Wulf u Orhan Pamuk, quienes no solo expusieron sus visiones, experiencias, conocimientos y procesos creativos, sino que imaginaron Santa Catalina, reposaron bajo las torres de la catedral y restauraron ánimo y fuerzas junto a los batanes y peroles de la Nueva Palomino, picantería emblema de Yanahuara.
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El Hay Festival es una posibilidad de conectarnos, que no debería ser desaprovechada. Su función implica abordar la realidad no desde la inmediatez de la política corta y la agenda diaria, sino, al dar unos pasos hacia atrás, desde la mira amplia, en busca de aspectos de fondo. Quizá por ello se extrañe un abordaje más práctico y directo de los problemas cotidianos, como lo ha señalado Carlos Cabanillas en un artículo publicado en Caretas hace poco, pero la idea aquí es otra: detenernos para encontrar consensos y divergencias mayores. Por ejemplo, podemos discutir la idoneidad técnica o ideológica de tal o cual ministro de Salud, pero debería haber acuerdo en que un vendedor de agua arracimada no es la persona en la que deberíamos depositar la dirección de nuestro sistema sanitario durante una pandemia.
El centrismo, tan denostado desde ambos extremos, es ese espacio donde los contrastes permiten hallar espacios de moderación. Y el Hay enseña que buscarlos es una labor intelectual que en el Perú requiere dos o tres condiciones: estar fuera de Lima, evitar el ruido diario y aprender a disentir. //
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