¿Un taller de fotografía para ciegos? ¿O una orquesta sinfónica que incluya a chicos con autismo, asperger y síndrome de Down? A ti, a mí y al resto de mortales puede sonarnos difícil, complicado y hasta absurdo. Pero hacer posible lo que otros ven como irrealizable es solo uno de los dones de Wilfredo Tarazona, profesor del Conservatorio Nacional de Música; y de Paul Vallejos Coral, reportero gráfico y trotamundos, para más señas.
Hace unos 30 o 35 años, Wilfredo Tarazona era un estudiante más del Conservatorio Regional de Música Luis Duncker Lavalle, de Arequipa. Entre sus compañeros de estudio, el joven Wilfredo compartía aulas con dos muchachas invidentes que tocaban deliciosamente el piano, pero que iban atrasadas en los cursos porque, por ejemplo, alguien debía dictarles los libros teóricos para que ellas los pasen al sistema braille.
Esa fue la primera vez que el hoy maestro de Lenguaje Musical e Historia de la Música del Conservatorio Nacional sintió la necesidad de crear un espacio amplio, democrático y que no permita ningún tipo de marginación (intencional o involuntaria) contra personas con algún tipo de condición especial. Tarazona pensaba que nada debía impedir que todos beban de esa misma fuente de la que él bebía insaciablemente: la música.
Unos veinte o veinticinco años después, el deseo juvenil del músico se hizo realidad. Tarazona fundó el programa Orquestando, adscrito al Ministerio de Educación, y –dentro de él– creó una orquesta sinfónica inclusiva, donde niños y adolescentes con habilidades especiales (algunos tienen asperger; otros cierto, grado de autismo; y un tercer grupo, síndrome de Down) alternan de igual a igual con los otros muchachitos en la ejecución de los instrumentos musicales, sean estos de viento, de cuerdas o de percusión.
1, 2, 3... 1, 2, 3...
Tres veces por semana, unos 250 alumnos de las diferentes zonas de Lima llegan hasta el colegio Nuestra Señora de Guadalupe, de la avenida Alfonso Ugarte. Ahí ensaya la orquesta inclusiva de Orquestando, tres horas por día. Todos se esfuerzan mucho, porque solo los mejores 40 o 45 chicos integrarán la banda. El maesto Tarazona conoce a toditos.
“Para mí no es difícil enseñar música a estos chicos, porque uno tiene que amar lo que hace y los niños con habilidades especiales te dan algo más: es como una caricia al alma. Ellos también te enseñan cosas. Además, todo lo hacemos como si fueran personas con las misma habilidades. Tienen tiempos y procesos diferentes, pero aprenden a leer música, a escribirla, a tocarla. Ellos pueden aprender lo mismo que cualquier otro chico”, dice el maestro.
Así pasan los días de Tarazona, entre los jóvenes del Conservatorio de Música y los chicos de la orquesta inclusiva. Lo que él busca es que la música sea no solo una herramienta de cambio personal, sino de cambio social. “Mientras más personas estemos involucrados con ella, será mejor”, afirma.
Foco interior
Paul Vallejos conoció a Nilton Sánchez hace 12 años, en un hermoso paraje de la selva llamado Alto Pendencia (Tingo María). Vallejos era fotógrafo de un diario local y había llegado hasta allá por trabajo; Sánchez era un niño de ocho años, sentado en una esquina de la cancha de fulbito en la que otros pequeños jugaban.
Aquel día el fotógrafo se acercó al niño para preguntarle por qué no se integraba con los otros muchachitos, pero fue recién cuando estuvo cerca de él que cayó en cuenta de que el iris de sus ojos era de color blanco. La visión de Nilton se estaba extinguiendo y nada pudo hacer Vallejos, ni los médicos a los que llevó al pequeño, para evitarlo.
Los años pasaron y el fotógrafo se convirtió en una suerte de padre para el muchachito de Alto Pendencia. Incluso, Nilton vino a Lima a terminar sus estudios –hoy cursa el quinto año– y Vallejos es su tutor.
Un día, hace cuatro años, Paul Vallejos estaba reunido en casa con un grupo de amigos y uno de ellos le mostró una revista en la que se publicaba un artículo sobre un fotógrafo ciego. Nil-ton escuchó la conversación y pocos días después lanzó la pregunta que sería el inicio de todo: “¿Crees que yo también pueda hacer fotos?”.
Durante un par de años, Vallejos intentó enseñarle a Nilton cómo tomar fotos. Le regaló su primera cámara, incluso.
La idea del taller surgió poco después, cuando un amigo suyo que era jefe de prácticas en la Universidad Católica le sugirió a una de sus alumnas, que era invidente, que se ponga en contacto con Vallejos para que la ayude con la fotografía. “¿Por qué no haces un taller? Yo no quiero ser fotógrafo, pero quiero saber cómo se toma una foto”, le dijo la muchacha.
Paul Vallejos comenzó a estudiar e investigar. Se contactó con un grupo mexicano que lleva más de diez años haciendo talleres de fotografía para invidentes y con personas relacionadas a la fotografía. Si iba a hacer un taller, tenía que ser de costo cero para los alumnos, pero en las mejores condiciones y con los mejores maestros.
Así consiguió que el Centro de la Imagen le prestara sus aulas durante las siete semanas de clase teórica y que la empresa PT Market le donara seis cámaras, con las que se instruiría a los alumnos. Consiguió, también, que un grupo de amigos fotógrafos se comprometiera a participar en la parte práctica del taller: cada uno de ellos acompañaría a uno de los participantes y se convertiría en su guía cuando ellos salieran a la calle a ‘fotear’.
La convocatoria se lanzó hace año y medio. Veinte personas se inscribieron en ella, todos con discapacidad visual obviamente, y entre ellas se hizo la selección.
Esta semana, los diez alumnos que quedaron finalmente en el taller culminaron sus siete semanas teóricas. Todos saben cómo armar una cámara, cómo poner las tarjetas de memoria, cómo hacerlas funcionar. Ahora, junto a sus guías, saldrán a las calles de Lima a capturar esas imágenes que seguramente nunca verán, pero que demostrarán que son capaces de lograr lo que otros podrían pensar que es imposible. Eso es al menos lo que les ha enseñado su maestro, Paul Vallejos.
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